REFLEXIONANDO POR BAIRES

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El lugar donde todo vale…

Escena número 1: platea de un estadio de fútbol del ascenso. Gente enfervorizada. Nerviosa. Mezcla de angustia y ansiedad en esos simpatizantes que vibran en el sentido del rumbo de la pelota, de las agujas del reloj, de las decisiones de una terna arbitral. Los encargados de impartir justicia y los rivales son blanco de los más gruesos insultos. De las ofensas más graves que acaso se le puedan desear a un ser humano. Pero claro, es fútbol, y en fútbol, todo parece valer. Sería ridículo creer que fuera de los 90 minutos semejante odio fuera el mismo. Un partido es como una gran obra teatral. Una puesta en escena en la que por ser fútbol, todo está permitido.  A mi izquierda, un hombre de unos sesenta años insulta sin cesar. Más abajo, un muchacho de mediana edad grita cosas irreproducibles. A la actitud de estas dos personas, hay que multiplicarlas por cientos, por miles quizás…  Las mujeres no se quedan atrás. Muy cerca hay nenes chiquitos. Un rubiecito, que tal vez no llegue a los diez años, mira y se sonríe, divertido. ¿Qué pensarán esos chicos cuando escuchan a sus padres y abuelos? ¿Qué pasará por su cabecita cuándo los ven en ese estado de enajenación? ¿Qué estamos sembrando en el corazón de nuestros hijos? ¿Todo vale porque es fútbol? Preguntas demasiado inoportunas para formularse en medio de un partido por el ascenso de categoría.

Escena número 2. Contra el alambrado, un señor de alrededor de setenta años descubre a un post-adolescente en actitud sospechosa. El chico está tranquilo, mirando el juego. Tiene una hoja y una birome. Pero es «sospechoso» porque, simplemente, podría ser del equipo rival. En la Argentina hace más o menos diez años que el público visitante, para prevenir posibles actos de violencia, tiene vedado el ingreso a las canchas. Muy perspicaz, el veterano hincha local entiende que este joven no es periodista sino un infiltrado. Se acerca, le grita con furia al oído, lo amenaza, y logra que se vaya. Entre los testigos, nadie le discute al hombre su salvaje actitud. Por el contrario, hasta parecen disfrutar de la incómoda situación que vivió el muchacho.

Escena número 3. El árbitro se equivoca groseramente a favor del local. Un jugador acaba de aplicarle un cabezazo a un contrario, y éste queda tendido en el suelo. Pero ni el juez ni sus asistentes lo vieron. Por ende, no saca ninguna tarjeta. A nadie, desde luego, se le ocurre reprocharle al árbitro su omisión. Pero minutos más tarde, basta que éste pite algo en contra, para que automáticamente sobre él caigan denigrantes agresiones verbales. Los rivales que se quejan de la presunta injusticia, son «llorones», y también blanco de gruesos epítetos. Cuando en otro momento, los que reclaman algo son los propios, ellos tienen razón y los equivocados son nuevamente los árbitros, sobre los que llueven más insultos.

Escena número 4. Gol del club dueño de casa. El festejo es ensordecedor. Grito la conquista con fuerza. Me doy vuelta y abrazo a mi tío y mi primo, que están en la fila de arriba. Es un largo abrazo que, según recuerdo, sólo tiene antecedentes en otro partido, de hace tres años. El fútbol es tierra fértil para todo. Para lo malo y lo bueno. En esa súbita demostración emocional, se resumía un amor parental que iba más allá de un hecho deportivo. ¿Cuántas veces quisiera decirles lo mucho que los amo y vaya a saber por qué motivo (¿vergüenza?) no lo hago? ¿Por qué tener que esperar a un acontecimiento de esta naturaleza para fundirme en un abrazo con ellos? Es que este deporte permite que bajo su jurisdicción se blanqueen sentimientos de todo tipo. Lamentablemente, también los más bajos, ya que la sinrazón, la intolerancia, la falta de respeto, la violencia, el individualismo (y podríamos seguir) afloran de modo contundente en una cancha. ¿El fútbol es aquella obra de teatro descrita líneas arriba? ¿Nuestro comportamiento repulsivo también es ficticio y un hecho aislado que sólo dura 90 minutos? Más bien, todo lo contrario: las enumeradas, son conductas que exteriorizamos sin pruritos en una cancha, pero que llevamos bien metidas, enquistadas, en nuestro corazón, al igual que cada ser humano que vive sobre esta tierra. Cada día, quizás sin la intensidad que el fútbol propicia, nuestra conducta sale a la luz. Y tenemos el mundo que tenemos.

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