DEPORTE PORTEÑO

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EUFORIA MUNDIALISTA Y UN FESTEJO FRUSTRADO

Un niño de seis años miraba casi sin comprender todavía, la pantalla del televisor, que emitía las imágenes del Mundial 78 en riguroso blanco y negro. ¿De qué se trataba este fenómeno del futbol?  Sí, según parecía, para el país dónde él vivía, la Argentina, el fútbol era muy importante. Tanto, que en aquel invierno casi no se hablaba de otra cosa. Ese niño, por supuesto, era yo.  Y aquel Mundial, es el primero del que tengo registros en mi memoria. Recuerdo la fiesta inaugural y el primer partido: fueron en la tarde de un día laborable, y los viví en la casa de mis primos Gabriel y Roxana –apenas menores que yo-, un departamento en el piso 12 de una torre ubicada en la Avenida San Martín y Donato Álvarez, pleno barrio de La Paternal. No presté demasiada atención al 0 a 0 entre Alemania y Polonia, pero me acuerdo que luego los medios destacaron lo aburrido que había sido el estreno mundialista.

El debut de la Argentina con Hungría fue un viernes por la noche. Mi tía Inés me llevó en colectivo hasta el negocio de ropa que mi padre tenía sobre la Avenida Federico Lacroze, en Colegiales. Mientras viajábamos en el 63, se escuchaba por la radio el encuentro que en la previa, sostenían México y Túnez. Después, mi papá cerró el negocio y nos fuimos a casa -en el mismo barrio de Buenos Aires- a ver el triunfo del equipo de Menotti, que ganó 2 a 1. El próximo partido de la Selección tuvo lugar un martes. Y nuestra rutina, calculo, fue similar. Además, fue idéntico el resultado.

Para el tercer partido, ante Italia –sábado por la noche-, me quedé a dormir en la casa de Inés. Mi hora de ir a la cama llegó cuando aún la derrota argentina no estaba sellada, pero tengo presente el fastidio que predominaba en el comedor (el sitio elegido para ubicar el televisor marca Panoramic) porque estaba a punto de concretarse el primer traspié albiceleste, cosa que finalmente, ocurrió: la Argentina perdió 1 a 0 y al quedar segunda en su grupo, tuvo que dejar el estadio de River y jugar la siguiente fase en el Gigante de Arroyito, reducto de Rosario Central.

La primera fecha de la segunda ronda –miércoles por la noche- no recuerdo donde la vi, aunque sí entiendo que, sorprendido, contemplé esa volada de Kempes que impidió el gol de Polonia. De inmediato, Fillol le atajaría el penal a Deyna. El equipo ganaría 2 a 0. Del partido con Brasil mi memoria sólo guardó una secuencia de los instantes previos: aquel domingo por la tarde, iba con mi papá en el auto, a la vuelta de mi casa, sobre la calle Conde, y en la radio se hablaba del inminente cruce de sudamericanos, que finalizaría sin que se abriera el marcador.

Miércoles 21 de junio. Llegó el polémico encuentro con Perú. Pero antes, conservo una fugaz imagen de la previa. La Copa del Mundo se palpitaba en los más diversos rincones del país. Estábamos en el bar de Conde y Lacroze, y Brasil vencía sin problemas a Polonia, lo que obligaba a la Selección a ganar por cuatro goles de diferencia para ser finalista. Rato más tarde, ya me había instalado en la pieza con mi papá, que tenía la única tele de nuestro hogar. En un momento fui a la cocina (él preparaba la cena), donde escuché una parte del relato radial: Perú acababa de estrellar un tiro en el palo. Minutos después, otra vez en la habitación paterna mientras comíamos ravioles, fui testigo de cómo la Selección consumaba la goleada. Al término del primer tiempo me fui a dormir. Estoy casi seguro de que, ya acostado, alcancé a oír el quinto de los seis goles, el de Houseman. Años después, el Loco confesaría que ellos ignoraban que simultáneamente a la disputa del Mundial, a metros del Monumental, el gobierno militar torturaba gente. Entiendo que en el país eran muchos los que desconocían esta terrible realidad. Entre ellos, mi familia.

De la final me acuerdo poco y nada. Me quedó grabado, eso sí, una parte del relato radial de José María Muñoz, cuando el partido aún no comenzaba… Willy Van der Kerkoff tenía un vendaje en su brazo y los argentinos exigían que debía quitárselo. Los holandeses, entonces, amenazaron con retirarse de la cancha, mientras el relator de Radio Rivadavia, pedía tiernamente, como si el holandés lo estuviera escuchando: “Quedesé, quedesé…”

La final la presenciamos nuevamente con mi papá en su habitación. Con la Selección Nacional campeona del mundo, nos subimos al auto y… a festejar. Sin embargo, apenas anduvimos unas cuadras. En la esquina de Freire y Lacroze, le pedí que volviéramos, impresionado/asustado por el griterío, la invasión de las calles y el clima de inusitada euforia que empezaba a reinar ese domingo 25 de junio.

Foto: Mundial 78. El festejo en el Obelisco (elgrafico.com.ar).

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