PORTEÑOS PSICOANALIZADOS

Si cuarto año resultó una experiencia traumática para Pablo a propósito del bullying, quinto año lo fue aún más, en función del grado de agresividad que creció en el carácter de aquel chico al que apodaban el Francés. Al igual que el año anterior, sus respectivas ubicaciones en el aula tuvieron una influencia trascendental. En esta oportunidad, los sitios elegidos fueron los asientos del fondo (en cuarto año, habían sido los de la primera hilera). Pablo se sentó junto a Martín, un compañero, con el cual a partir de tercer año, había construido una muy buena relación.

En el costado opuesto, a su izquierda, estaba el pasillo, y del otro lado de esa angosta separación, se sentó el Francés. Esto significaba que entre ambos, había alrededor de un metro de distancia, una medida ínfima, que no constituía obstáculo alguno para que este muchacho pudiera seguir molestando a su antojo si se le daba la gana. Y por lo general, esto acontecía reiteradas veces durante un mismo día. Como solía suceder, la hostilidad no era tanto física sino más bien, psicológica. El Francés tenía en dicho sentido, un total dominio sobre él. ¿Ejemplos? Si el Francés le ordenaba que le gritara algo a la profesora de matemática -de la cual se burlaban por el aspecto de su nariz- Pablo obedecía, incluso sabiendo que corría el riesgo de un apercibimiento de parte de la docente (esto, finalmente, nunca sucedió). Si golpeaba los nudillos de su mano derecha contra la mesa, tenía que decirle la hora. Si realizaba una señal similar, debía cantar el feliz cumpleaños.

Para no tener que negarse, ni que se supiera lo mal que lo estaba pasando, Pablo aparentaba que hacía estas cosas en complicidad con su “amigo”, por diversión, y no por obligación. Para afuera, forzadamente, se reía, mientras por dentro, poco menos que se desangraba. Lo padecía en forma silenciosa. Sufría y lamentaba profundamente cada momento de la denigrante situación, pero no era capaz de remediarla, de ponerle un freno.

Muchos años después, escribió: “Ricos pero pobres”.

Un periodista de larga trayectoria se refirió a los problemas económicos que los trabajadores estaban sufriendo en su empresa, un reconocido diario de su país. Hay casos, escribió, dónde los hombres de prensa, perciben mensualmente un dinero parecido al que ganan personas que venden pañuelos en la calle para poder subsistir. Su malestar frente a la patronal de la empresa, los había llevado a hacer una huelga. Así, pretendían lograr condiciones de trabajo más dignas.
Esta problemática de “patrones ricos y empleados pobres” es tan vieja como el mundo. Ya hace miles de años, a través de las Escrituras, Dios formuló una advertencia para los poderosos: “No oprimirás al jornalero pobre y necesitado, ya sea uno de tus conciudadanos o uno de los extranjeros que habita en tu tierra y en tus ciudades” (Deuteronomio 24:14).

Sin embargo la advertencia no sirvió de mucho, porque el corazón del ser humano no tiende a compartir sino a acumular más y más para sí mismo. Esto explica la realidad de un mundo injusto, en el que los ricos son cada vez más ricos, y los pobres, cada vez más pobres. Pero no se trata de centrar las acusaciones en los millonarios porque en general, nadie está libre de culpa. El problema no pasa por la plata que tenga cada uno, sino por el egoísmo que anida en nuestros corazones.
Dios también ha advertido sobre lo qué sucederá si, tratando de acumular bienes materiales en esta vida, nos desentendemos del que, justamente, nos la ha dado. La codicia, es uno de los grandes males de este mundo, y al igual que tantos pecados, nos apartará de la compañía eterna del Señor, de no haber un arrepentimiento sincero luego de haber caído en él.

Un sustento bíblico:

A los ricos de este mundo, mándales que no sean arrogantes ni pongan su esperanza en las riquezas, que son tan inseguras, sino en Dios, que nos provee de todo en abundancia para que lo disfrutemos. 1 Timoteo 6:17.

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