HISTORIAS MINIMAS… Y PORTEÑAS

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Por Vito Paredes.

Me subí al subte en la estación Olleros. Eran las 11 de la mañana de un jueves y como era de suponer, el vagón estaba lleno. No conseguí asiento, pero valoré el hecho de no estar exageradamente apretado, como sin dudas ocurre un par de horas antes en ese trayecto hacia el centro porteño.
¿Mi destino? La estación 9 de Julio. Ni bien me metí en el vagón, observé el panorama. En su mayoría, gente de mediana edad que, supuse, abordaba el subte por razones laborales.
Los celulares eran la vedette. Más de la mitad, tenía la mirada clavada en sus aparatos. Algunos, con auriculares, probablemente escuchando música. El whatsapp era la otra vedette. Gran parte de los que portaban sus teléfonos, respondían o leían mensajes…

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Antes de llegar a la próxima estación (Ministro Carranza), conseguí una buena ubicación, de parado, junto a la hilera de asientos más cercana al andén. Bajé la mirada… y allí estaba él. Un hombre de unos 50 años, iba sentado mirando una película en una pequeña tablet. No llevaba auriculares. El film era subtitulado, aunque por momentos, se llevaba el aparato al oído para escuchar mejor. Me vi en la tentación de criticarlo: qué mal lugar para ver una película, qué necesidad hay de hacerlo en un sitio público, por qué no esperará a llegar a la casa, por qué mejor no va al cine…
Los argentinos siempre estamos listos para sacar el cuero. Por eso, luego de varias “críticas” que por supuesto, mantuve en silencio, decidí pensar que el pasajero tendría sus motivos para ver allí su film. Y punto…
Sea como fuere, el hombre no parecía estar disfrutando. A veces, metia la mano en el bolsillo de la campera y sacaba su celular, para ver los mensajes que iba recibiendo.  La película, nunca la ponía en pausa:  trataba de atender ambas cosas de modo simultáneo.
Definitivamente, se lo veía preocupado, nervioso… Y era evidente que estaba apurado, algo que se notaba en su expresión cada vez que el tren llegaba a una estación. Sin embargo, no dejaba de observar su pantallita. ¿Qué película sería?, me pregunté. Imposible saberlo… A los demás pasajeros, ese hombre no parecía importarles en lo más mínimo. Cada uno iba en su mundo, todos absortos en sus pensamientos, y en sus modernos smartphones…

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En la parada anterior a mi destino, el tren se detuvo y demoró más de lo normal en salir. Al principio nadie se inmutó, pero al comprobar que ya habían pasado dos minutos, la impaciencia se propagó rápidamente. Los gestos de fastidio se apoderaron del pasajero de la tablet. La puerta se abría y se cerraba continuamente. Cuando se cerraba y todos creíamos que la formación partiría, volvían a abrirse. Y así, cuatro o cinco ocasiones…
Cada vez que esto acontecía, el hombre refunfuñaba sin disimulo, con respiración nerviosa.
Las últimas veces, emitió un par de improperios, en voz baja, pero perfectamente audible: “Dale che, la c… de tu madre”.

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De pronto, se escuchó por los altoparlantes, el dato tan temido: “Se informa a los señores pasajeros que deben descender del tren, por un desperfecto en una puerta”. El murmullo de desaprobación inundó el vagón y la gente se abalanzó hacia el andén, a esperar la siguiente formación. Algunos, decidieron que no valía la pena y eligieron encarar la escalera mecánica, en busca de la calle.
Fue mi caso… y el del hiperconectado pasajero de la tablet. Por un rato no lo vi más. Ya me había olvidado de él. Pero cuando la luz solar reemplazó al encierro de la guarida subterránea, también apareció la inconfundible figura de aquel muchacho, que velozmente se escabullía por los laberínticos pasillos de una plaza Lavalle en obras, infestada de rejas amarillas.
¿Adónde iría tan apurado?, volví a preguntarme. Un segundo después, tomé Libertad hacia Corrientes, y lo perdí de vista.

 

 

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