HISTORIAS MÍNIMAS… Y PORTEÑAS

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EL DESAFÍO DE MARCELO

Marcelo tenía una vida tranquila. Vivía en una casa de Caballito, junto a sus padres y sus dos hijos pequeños. Muchacho treintañero, estaba recién separado. Contaba con un buen trabajo, sus amigos y seres queridos. Solidario, simpático y agradable en su trato, era apreciado y respetado por quienes lo conocían. De todo esto, nada cambió. A excepción de una sola cosa: por esos avatares de la vida, él y su familia debieron dejar la vivienda en la que había vivido casi toda su vida, y mudarse a otra casa en una localidad del sur del conurbano bonaerense. Esto que, mirándolo a cierta distancia, podría parecer simple, acarreaba sus complicaciones: hijos en edad escolar que ya tenían su colegio en el barrio, padres grandes, falta de movilidad propia…
Marcelo y los suyos, seguramente mucho valoraron el hecho de haber tenido un techo para ir a vivir, cuando dejaron suelo porteño. Pero no fueron fáciles los primeros tiempos. Un domingo de otoño hicieron la mudanza. Y a empezar de vuelta…. Él consiguió un auto prestado y, siempre con esa cuota optimismo, encaró el trajín cotidiano. Muy temprano en la mañana, de casa a la escuela de los chicos en Caballito, de allí al trabajo en la zona portuaria de Capital Federal, del trabajo a casa… Las distancias se habían multiplicado exponencialmente. Ya no era «acá a la vuelta», ahora había que hacer kilómetros y kilómetros, uniendo puntos lejanos, atravesando territorio porteño y bonaerense, con el desafío de llegar siempre a tiempo, desafiando la estresante rutina de un tránsito implacable y demás problemas que, como a cualquier hijo de vecino, se le presentaban periódicamente.
Pero Marcelo no estaba solo. Así como él procuraba que nada les faltara a sus hijos y a sus padres, éstos, a pesar de su edad avanzada, ponían el hombro para colaborar en lo que fuera necesario, más allá de que también tenían sus propias ocupaciones laborales. Hacían malabares, combinando medios de transporte con la meta de llevar y/o traer a los nenes de sus quehaceres en el viejo barrio, yendo de Provincia a Capital, de Capital a Provincia, acarreando bolsos, mochilas, paquetes. Bajo los rayos del sol abrasador o el frío que calaba hasta los huesos en los descampados del sur bonaerense.
Así como en el hogar, ni el dinero sobraba ni el amor faltaba, Marcelo no abusaba de lamentos ni despotricaba contra la realidad que le tocaba enfrentar. En cambio, a pura sonrisa surcaba el día a día, generoso para brindarse enteramente por las necesidades propias y las de cada integrante de su familia.
En ese contexto, pasaron los días, los meses, los años… Marcelo y los suyos salieron adelante. Los chicos crecieron y dejaron atrás la escuela primaria; la madre enviudó pero no dejó de deslomarse en pos de sus seres queridos. Finalmente, él mismo halló la estabilidad en una nueva pareja y como fruto de ese amor nacieron otros dos varones, y en este caso, mellizos. Marcelo debió redoblar esfuerzos, si bien la felicidad que irradiaba a raíz de la nueva paternidad disimulaba cualquier contratiempo.
Marcelo tampoco es una máquina. Como todo ser humano, tiene sus momentos de flaqueza. Cual aguerrido boxeador, va hacia adelante y recibe golpes que lo hacen trastabillar. Pero no permite que el nocaut lo venza ni que la lona reciba su beso con sabor a derrota. Por eso, se sacude el cansancio, se reacomoda, y corajudamente, sigue peleando…

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