HISTORIAS MÍNIMAS… Y PORTEÑAS

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DESCENDIENTES

Durante mi infancia tuve un contacto bastante frecuente con mi tío abuelo Rudy y su esposa Helga. De tanto en tanto, venían a visitarnos a nuestra casa de la calle Linneo, en el barrio de La Paternal. Él era hermano de mi abuela materna. Juntos, llegaron a la Argentina a finales de la década del Treinta, justo antes de que en su Alemania natal, el régimen nazi comenzara con la persecución y matanza de judíos. Un dato que para mí nunca pasó inadvertido, era el hecho de que Rudy cumplía años el mismo día que yo: 27 de abril.

Una tarde, llegaron en compañía de una de sus nietas, de nombre Jésica. Yo tendría unos nueve años y ella, tal vez, tres o cuatro. Recuerdo especialmente ese día, porque yo había armado en el piso de la pieza un helipuerto troquelado con la que solía jugar, y ella, con la inocencia de su corta edad, se paró encima, terminando con mi propósito de disfrutar de mi momento lúdico.

Ellos acostumbraban a movilizarse en una coupé de la marca japonesa Toyota. Vivían en la localidad de Pilar, donde llevaban adelante un emprendimiento familiar. ¿Otro recuerdo? En mi casa teníamos un mate de color anaranjado, con la propaganda del comercio, Mueblería Bendix, y su domicilio de la calle Pedro Lagrave.

En unas pocas ocasiones, retribuíamos sus visitas yendo hacia la localidad del norte bonaerense. En este aspecto, tengo muy presente haber ido a correr carreras a una pista de kartings a la cual me llevó Buba, uno de los hijos de Rudy y Helga. Desde el balcón del edificio en el que vivían, se alcanzaba a divisar el seductor “kartódromo”, cuando todavía faltaban muchos años para que la adrenalina presencial, pudiera ser reemplazada con las carreras virtuales de la Play Station y sistemas tecnológicos similares.

El tiempo pasó. Rudy y Helga fallecieron. También mi abuela. Hoy, todos hubiesen andado por los cien años. Con las generaciones siguientes no tuve más contacto, más allá de un efímero encuentro durante un mediodía de octubre. Fue para el cumpleaños número setenta de mi papá, que se celebró en un restaurante de la bien porteña Avenida Cabildo. Entre los comensales estuvieron Buba, su hermana Mónica y Jésica –la hija de Mónica-, la misma niñita que, para desilusión de quien esto escribe, aquella tarde de la década del Ochenta pisoteó el helipuerto de cartón que con tanta dedicación había conseguido armar. Después de ese inolvidable episodio, creo que si volví a verla tres o cuatro veces más, es mucho.

En la actualidad, Jésica ya es abuela. Su hijo Facundo, acaba de ser papá. Sí, la parentela se agrandó velozmente. De todo esto, fui enterándome por intermedio de otros familiares. Pero no es raro que cada vez que oigo hablar de ellos, regresen a mi mente Rudy y Helga, y el cariño con el que siempre me trataron en una feliz niñez… Y más allá de los recuerdos, lo que también brota es mi anhelo de que sus hijos, nietos, bisnietos (¡y ahora hasta un tataranieto!) se encuentren bien, en todo sentido.

Verdad es que después del fallecimiento del querido matrimonio, el contacto con esa rama de la familia se ha espaciado tanto, que incluso la mayoría de los descendientes ni se conocen entre sí. Pero si un día estas líneas llegan hacia ellos, sería lindo que sepan que a pesar de que muchas veces sentimos que hay hechos y personas que están muy lejos o directamente no existen, la proximidad es mucho más real, concreta y abundante de lo que pensamos, pedimos o entendemos.

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