PORTEÑOS PSICOANALIZADOS

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Una tarde, Pablo se dirigía en bicicleta a su trabajo. Llevaba en el manubrio una campera que, en cierto momento, se desacomodó y trabó la rueda delantera. El rodado se “clavó” en el lugar y Pablo cayó al pavimento. Una parte de la bicicleta golpeó su cabeza. Pablo se levantó rápidamente, creyendo no haber sufrido más que un susto. Pero ya en su trabajo, un compañero le dijo que tenía sangre en su cabeza. Llamaron a un servicio de emergencias médicas y rato más tarde, una vez que éste arribó, le colocaron un pequeño apósito en el cuero cabelludo. El tema no parecía revestir gravedad, pero así y todo, su compañero le recomendó hacerse un estudio, dada la importancia del lugar de la lastimadura.

A pesar de lo acontecido y del consejo recibido, Pablo nunca estuvo intranquilo. Su preocupación no desembocó en un cuadro de ansiedad. Por el contrario, quizás hasta le dio al asunto, menos trascendencia de la que realmente tenía. Pasó el tiempo y Pablo fue olvidándose del tema, aunque nunca del todo. Años más tarde, ya no recordaba si efectivamente, se había hecho o no aquel análisis que le sugirieron. Pero más allá del accidente en sí mismo, lo importante, es que Pablo, asombrado, se preguntó: “¿Cómo es posible que después de aquel golpe no haya tenido miedo de que no fuera algo grave?”. Claro, Pablo comparaba la calma con la que encaró un episodio que le sucedió cuando tenía unos 30 años, con los trastornos de ansiedad que empezaría a padecer más adelante.

Muchos años después de aquella caída, escribió: “No fiarnos de nuestras convicciones”.

A veces, por creer que estamos firmes en nuestras convicciones, y que no debemos movernos de ellas, nos estamos privando de acceder a cosas importantes. Y por no herir nuestro orgullo nos negamos a ir un poco más allá de la percepción que tenemos.  Nos cuesta indagar en ciertos asuntos. “No sea cosa que me dé cuenta de que estoy equivocado”. Algo parecido a esto, quizás, pensaba yo cuando me resistía a creer que un libro como la Biblia, podía provenir de Dios.

De chico, tuve instrucción judaica y en función de esas enseñanzas no me costaba creer que Dios hubiera asentado sus pensamientos en la Biblia. Pero ya en mi adolescencia, fui de la idea de que, de existir un ser supremo, seguramente no se hubiera expresado a través de un libro. El paso del tiempo y las experiencias personales que me tocó vivir,  me hicieron ver que estaba equivocado. Para esto debí dejar de lado la comodidad de mis ideas y ponerme a investigar un poco. Mis impresiones cambiaron radicalmente. Entendí que era más irracional el hecho de aferrarme a esas mentadas “convicciones”, que negar el carácter divino de la Biblia, sólo porque a mí me parecía que no podía ser verdad. ¿En qué fundamenté mi cambio de opinión? En una sencilla investigación que me condujo a reconsiderar que lo que contenía las páginas de ese libro tantas veces defenestrado y ninguneado, no podía ser obra exclusiva de la mente humana. Notables predicciones que se han cumplido, descubrimientos arqueológicos modernos que confirman antiguos relatos bíblicos y el profundo cambio que han experimentado tantas personas que se rindieron ante la Palabra, fueron algunos de los fundamentos que me llevaron a comprender que si algo me había separado de la verdad, habían sido mis prejuicios y un inadecuado orgullo que me impedía desprenderme de viejas ideas que tenían forma de “convicciones” inamovibles.  

Un sustento bíblico:

Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio entendimiento. (Proverbios 3:5).

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