PORTEÑOS PSICOANALIZADOS

Colectivo_20

A sus 19 o 20 años, más o menos por la misma época en que la que había ido a hacerse su primer chequeo general, aquel que llamativamente –según recordó siendo ya adulto- no le había dado miedo, Pablo se topó con una situación que sí lo llenó de temor. Hacía la carrera de periodismo y en una de las materias que cursaba, un profesor se refirió al sida. Era esta una enfermedad descubierta no hacía mucho tiempo. En la década del Ochenta cobró mayor notoriedad y a principios de los Noventa, cuando tuvo lugar esta escena, se afirmaba que el mal era incurable y que no afectaba exclusivamente a homosexuales, como sí se creía años atrás. A este tema, profesor y estudiantes le dedicaron unos cuantos minutos de conversación. Pablo no recordaba ni la materia ni su titular; en cambio, tenía muy presente el escozor que lo asaltó cuando tomó conciencia de que el sida podía tocarle a cualquiera -¡incluso a él!-, si no se tomaban los recaudos necesarios. En contraposición a su angustia, también recordaba la despreocupación con la que un alumno encaró el tema que acababa de instalarse en el aula. Este estudiante respondió a una consulta del profesor, con una frase parecida a la siguiente: “No es que no me importa, pero no es un asunto del que me pongo a hablar con mis amigos”. Con esta contestación, su compañero estaba dando a entender que pese a la gravedad de la situación, él podía seguir viviendo tranquilo. Aparentemente, este no era el caso de Pablo. ¿La despreocupación era un signo de irresponsabilidad de este chico? ¿O acaso Pablo se había perturbado más de lo normal?

Muchos años después, escribió: “Hacer el intento por no compararse con nadie”.

En esta sociedad híper-competitiva, una de las grandes causas de insatisfacción de la gente, proviene de cuando se compara con los demás. Pude sacar esta conclusión gracias a que a mí mismo me ha sucedido. En la post-adolescencia, luego de experimentar el sufrimiento que muchos padecen a esta edad y más adelante (o más atrás) también, de repente logré entender que cuando comparaba mis posesiones –materiales o no- con las de otras personas, crecía en mí una sensación de descontento. Claro, mi atención no se posaba en aquel al que supuestamente yo aventajaba en determinado aspecto, sino en aquel que tenía “más” que yo. Esto, irremediablemente, me conducía a un espiral de frustración difícil de quebrantar.

Es que esta compleja humanidad tiene el gran problema de valorizar a las personas, no por lo que son, sino por lo que tienen. Si bien puede ocurrir que se nos llama a terminar con esta costumbre, la teoría es una cosa, y la práctica, otra muy diferente. Por eso, lo más aconsejable es tratar de escapar de los mensajes subliminales que a toda hora nos invaden, ya sea desde la televisión, la radio, las revistas o lo que fuera.

Semejante bombardeo de publicidad mediática, a la corta o a la larga, termina influyendo sobre la sociedad de consumo. Y si la feroz competencia la transmite un programa de alto rating, es muy probable que el mensaje sea absorbido por el espectador, que a su vez, lo traslade a cada momento de su vida.  ¿Cómo escapamos, entonces? El no consumirlos sería una solución adecuada. Y si no es posible eliminarlos por completo de nuestro diario vivir, al menos, sería un  buen paliativo estar atentos a los mensajes que irradian y a saber cómo actúan sobre nosotros.

Un sustento bíblico:

No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta. (Romanos 12:2).

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