
Martes de 6 mayo. Paro de colectivos por 24 horas, en reclamo de mejoras salariales por parte de los choferes, que perciben un sueldo de 1,2 millones pero pretenden 1,7. Hubo negociaciones pero no llegaron a un acuerdo. De todos modos, en el AMBA no todas las empresas adhieren. El panorama en el territorio porteño, obviamente, no es el habitual. Los colegios funcionan aunque la presencia de docentes y alumnos mermó notoriamente. Los comercios están abiertos, con empleados que ha tenido que viajar cómo pudieron para no perder el presentismo. El malhumor en la calle es evidente, mientras circulan informaciones referidas a que hay sectores de la UTA que ante la falta de acuerdo, quieren extender el cese de actividades. Se termina el día y la gente busca la mejor manera de regresar a sus respectivos destinos.
La escena transcurre un domingo en una plaza porteña. Un hombre acaba de llegar a un sector parquizado luego de correr. Sentado en el pasto, se prepara para hacer ejercicios. A la carrera, desde algún otro punto de la plaza, viene un perro de tamaño mediano a grande. Se frena a algunos metros de distancia de la persona, se pone en posición de hacer sus necesidades sólidas y cuando termina su «trámite», se aleja corriendo del lugar, ante la mirada del hombre que se disponía a realizar su gimnasia. El dueño (o la dueña) del perro, jamás apareció por donde éste se sentó con el propósito de despedir sus heces. Tampoco se escuchó su silbido o llamada en voz alta. Lo que se dice, un pequeño aporte más para que el sitio público esté un poco más sucio. ¿De quién será la culpa? Del inocente can, obviamente, no.
En una concurrida esquina porteña, un hombre vende paltas. Tiene un cajoncito en el suelo y un letrero escrito a mano, mediante el cual ofrece su mercancía. Además, vocifera fuertemente: «¡Cuatro paltas por 2000, se terminan, se acaba, aproveche…!». El fenómeno de los vendedores de paltas distribuidos por el territorio porteño no es nuevo. Hace muchos años que la venta informal de esta fruta ha proliferado en Buenos Aires, especialmente en los meses veraniegos, por ser «temporada». A pocos metros de donde se encuentra el vendedor ambulante hay una verdulería de barrio. Probablemente, a su dueño no le cause ninguna gracia que alguien ofrezca en la esquina la misma mercadería. Este comercio tiene variados carteles con precios de frutas y verduras. Sin embargo, de paltas, no hay ninguno.
No es fácil ser comerciante en la Ciudad de Buenos Aires. O mejor dicho: no es fácil ser comerciante. O mejor dicho aún: ¿qué es fácil hoy en día? Más allá de esta reflexión, la primera frase del párrafo se corresponde con una escena vista en una avenida porteña: la puerta de un negocio, con una rotura en el vidrio. El negocio era… una vidriería. Por supuesto, no se trata de reírse del esforzado comerciante al que seguramente un gran disgusto le habrá causado haber sufrido este contratiempo. Eso jamás. El propósito, es el de rescatar la curiosidad genera a partir de esta situación. Como dice el refrán, en casa de herrero cuchillo de palo. Y en un comercio de colocación de vidrios, vidrio roto.
Sabio consejo de una oftalmóloga que atiende en CABA hace varias décadas. La profesional recomendó cuidar con gran esmero la salud ocular, en relación directa con el aumento de la expectativa de vida de la población. ¿Cómo se vincula una cosa con la otra? Su explicación, palabras más, palabras menos, fue la siguiente: «Yo les sugiero a mis pacientes que no se dejen estar… Actualmente la gente puede llegar a los cien años con mayor frecuencia que antes, pero sería importante llegar a la vejez lo mejor que se pueda de la vista. A esa edad nos van a sentar a ver la televisión o a mirar una revista. Si lográs tener muchos años pero no podés ver bien, lo más probable es que tanto no lo disfrutes como deberías». Para tener en cuenta ¿no?