PORTEÑOS PSICOANALIZADOS

A los 19 años, Pablo pisó por primera vez el consultorio de un terapeuta. No fue por convicción, sino a instancias de su padre, que le recomendó la visita. El analista era además pediatra y en esa condición, había atendido a Pablo durante parte de su infancia. Era un hombre conocido en el círculo íntimo de la familia. El papá, insistió para que su hijo consultara al profesional porque se daba cuenta de que algo le estaba sucediendo. Su conducta no era la “normal” para alguien de esa edad. Son muchos los que piensan que con 19 años, un chico debe, como suele decirse, llevarse al mundo por delante. Sin embargo, a Pablo le costaba encajar en esos parámetros.
Él hubiera querido tener una vida social activa, ser exitoso en su relación con las mujeres y estar a la altura de lo que la sociedad le exigía a un hombre. La gente que lo rodeaba, constituía una muestra en pequeña escala de esa sociedad que valoraba al buen deportista, al de físico desarrollado, al locuaz, al extravertido, al de actitud decidida y avasallante. En cambio, ninguna de sus virtudes pasaba por ahí. Ni en el aspecto físico ni en el intelectual, a Pablo “le daba la nafta” para ser lo que quería ser. Pero, ¿era lo que quería ser o lo que la sociedad le demandaba que fuera? Resultaría complicado discernirlo; lo que realmente importaba, era que la frustración que le producía no poder alcanzar el tren del supuesto éxito, contribuía a deteriorar más todavía una autoestima que ya había sido muy lastimada por el bullying sufrido en la escuela secundaria.
En este contexto, Pablo consultó por primera vez a un terapeuta. Muchos años después, escribió: “Soberbia que mata”.
Es indudable que la capacidad creativa del hombre lo conduce a superarse constantemente. Su inteligencia le ha permitido ir de un invento a otro. En épocas antiguas y ahora, donde la tecnología, según pareciera, nos da la posibilidad de hacer que nuestra vida sea más fácil y placentera… Sin embargo, a la par de su extraordinario poder para innovar, la especie humana sigue desarrollando defectos graves, como el egoísmo, la codicia y una maldad que frena su mejoría y la convierte en un camino tan repleto de dificultades, que nos acerca a la autodestrucción. Por mayores buenas intenciones y esfuerzos que la humanidad haga, el pecado termina prevaleciendo y complicando todo. Podemos comprobarlo con algunos grandes inventos. El descubrimiento de la energía nuclear, persiguió propósitos de progreso, pero años más tarde, se utilizó para construir la bomba atómica que dejó decenas de miles de muertos durante la Segunda Guerra Mundial. Este, es apenas uno de muchos ejemplos.
Esos defectos (a los que Dios llama pecados) no se extinguen mágicamente. Y acaso el mayor de ellos sea la soberbia. Este pecado impide que el hombre acepte a Dios como el creador del Universo y que, por lo tanto, se allane a vivir bajo las reglas que Él ha establecido para su bienestar. En lugar de esto, el hombre se rebela, entendiendo que no necesita a Dios y que puede salir por sí solo del mar de problemas en el que se sumergió. En muchos casos, son problemas que surgen a partir de haber ignorado Su presencia y, en consecuencia, Sus instrucciones.
Un sustento bíblico:
Arrepiéntanse y apártense de todas sus maldades, para que el pecado no les acarree la ruina. Ezequiel 18:30b.

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