¿Cómo derrotar a los miedos, la ansiedad, las inseguridades? ¿Cómo sobrevivir a las frustraciones? ¿Cómo encarar las sombras del fracaso? ¿Cómo ser luz en un mundo de tinieblas? Este y otros interrogantes eran los que Pablo buscaba develar en el consultorio de la calle Manuel Ugarte. En el pequeño pero confortable recinto donde Cristian desarrollaba su labor terapéutica, su cliente sentía que podía expresarse con naturalidad y sacar a la luz las inquietudes que lo acompañaban a diario, y que no lograba compartir en otros ámbitos de su vida ni con otras personas de su entorno. La función profesional que favorecía su posibilidad de desahogarse, estaba cubierta en la medida de las expectativas de Pablo. Extraer de su interior tantos pensamientos le traía bienestar.
Claro, faltaba lo otro, quizás, lo más importante. O sea, hallar las respuestas a las preguntas enunciadas al principio.
No era sencilla la tarea del psicólogo, razonó Pablo, que no obstante, no ignoraba que más allá de lo que éste le aconsejara durante las sesiones de los miércoles, el que debería poner manos a la obra sería él mismo. Pablo ya daba por hecho que, en pos de ese objetivo, su hábito de escribir podría convertirse en un gran aliado. Cierto día volvió a ponerlo en práctica. Una vez más, prendió la computadora. Y redactó:
No caer en la trampa.
Hasta hace no tanto tiempo, estaba atrapado en una trampa tendida por esta sociedad. Creía que el valor de una persona estaba dado por factores físicos, intelectuales, socioculturales. Tener plata, manejar un buen vehículo, ser alto, musculoso, bueno en los deportes, exitoso con las mujeres… Todos esos eran mis parámetros de felicidad, y como yo no me destacaba en ninguno, no resultó extraño que mi autoestima fuera decayendo paulatinamente.
Difícil sería que, en la teoría, algún formador de opinión reconociera estas cualidades como importantes a la hora de valorar a una persona. Sin embargo, en la práctica, la TV, la radio, las revistas, están repletas de contenido que apunta precisamente a eso.
Por el contrario, desde que tengo uso de razón, a la fe, en general, no se la veía como algo a tener cuenta. Es más, para una sociedad que dice que el hombre como especie, puede arreglarse por sí solo, que es capaz de solucionar sus problemas dándole la espalda a su Creador, la fe no era una virtud sino un signo de fragilidad, a la que acuden aquellos débiles que no pueden bastarse a sí mismos y que necesitan “creer en algo” superior. Como respuesta a los que piensen de esta manera, qué mejor argumento, que vean en que se ha ido convirtiendo este mundo, progresivamente…
El tiempo hizo que supiera que todo lo mencionado sólo corresponde a características ligadas a lo superficial. Hubiera sido bueno poder quitarme antes la venda de los ojos antes. Me hubiera evitado, seguramente, varios dolores de cabeza. Ojalá le hubiese abierto los brazos a la fe en su debido momento. Pero más vale tarde que nunca. Hoy celebro el hecho de vivir cada día intentando crecer en la fe, que no nace “grande” sino que, como una planta, hay que regar todos los días. No es fácil recuperar tanto tiempo perdido. Pero cuando el ser humano ya no depende de sí mismo sino de Dios, su Creador, hasta lo imposible es posible.
Un sustento bíblico:
“Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo eso, y esmérate en seguir la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia y la humildad”. 1 Timoteo 6:11.