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En séptimo grado de la escuela primaria, Pablo comenzó a entender de qué se trataba el bullying. Claro, todavía a esa palabra extranjera no se la conocía como hoy, pero más allá de las terminologías, lo concreto era que el hostigamiento de un compañero en particular lo preocupaba, y no podía hacer nada para remediarlo. Los episodios que lo hicieron sufrir fueron muy pocos, aunque lo suficientes como para que Pablo tomara conciencia de que la situación era anormal.

Todo empezó en un recreo. Carlitos, el chico más bajito del grado, le pegó dos o tres piñas en la panza que no lo dejaron tan dolorido como sorprendido. Pablo tenía una buena relación con él, pero este chico, de tan alegre e inquieto, a veces solía ponerse muy molesto. Aquel día, sin que mediara entredicho o pelea alguna, ocurrió algo de eso: una agresión que Pablo no pudo repeler. De ahí, su estupor. Quizás le hubiera gustado reaccionar y darle a su compañero una reprimenda, o al menos intentarlo. Sin embargo, se quedó como petrificado, ante los alardes victoriosos del agresor. A partir de ese día procuró evitar a Carlitos, por temor a que este volviera a cometer un bullying que en aquella época, sólo estaba identificado como molestar, agredir, o “tomar de punto” a otra persona. Al margen de algún que otro hecho puntual, no volvió a haber episodios desagradables para Pablo. Unos meses después, terminaron las clases, también finalizó la primaria y nunca más volvió a ver a Carlitos.

Muchos años después, escribió: “No frustrarse ante las críticas».

Considerando la cantidad de instrucciones dadas por nuestro Creador, comparadas a las supuestas libertades de las que goza la actual sociedad, fácil es mirar despectivamente al creyente. Natural es burlarse, sorprenderse o indignarse, afirmando sarcásticamente que para el hombre de fe “todo es pecado, todo está prohibido”.

Sin embargo, desde una perspectiva diferente, es posible responder a estas críticas mostrando una simple evidencia: las terribles dificultades que sufre un mundo que, en su mayoría, prefiere darle la espalda a Dios, lo que equivale a hacer caso omiso a sus instrucciones de vida. Con tal sólo encender la televisión queda al descubierto la desobediencia del ser humano y los problemas en los que cae por no tener en cuenta ciertos mandatos. ¿Algunos ejemplos? Tragedias provocadas por manejar alcoholizado; crímenes motivados por celos; familias deshechas por culpa de infidelidades; fuerte desigualdad social, causada codicia y egoísmo; violencia generada por falta de amor al prójimo; mentira y engaño, enquistada a toda hora…  Dios nos entregó un conjunto de leyes (la Torá) para nuestro beneficio. ¿La humanidad lo ha respetado? No. Los resultados están a la vista. Asimismo, el hecho de que muchos creyentes sí se esfuercen para cumplir estos mandatos, implica que sean blanco de burlas o acusaciones de fanatismo.

Debido a nuestra rebeldía, no resulta sencillo respetar estas normas de amor y convivencia. Pero lo realmente triste es que por lo general, ni siquiera se las tiene en cuenta. Si el hombre al menos aceptara su incapacidad para cumplir con las normas perfectas del Eterno, si se arrepintiera del rumbo tomado, si con humildad se volviera a Dios y le pidiera perdón por su soberbia, se encontraría con la buena noticia de que el perdón está al alcance de todos. No porque lo merezcamos, sino porque con Su muerte, Yeshúa (Jesús), hace más de dos mil años pagó el precio para evitar el castigo que sí merecíamos. De no ser por ese hecho clave en la historia de la humanidad, nuestra maldad nos hubiera alejado de Dios eternamente.

Un sustento bíblico:

Porque donde hay envidias y rivalidades, también hay confusión y toda clase de acciones malvadas. Santiago 3:16.

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