Esa suerte de cross a la mandíbula que recibió Pablo lo hizo tambalear. No vio venir el golpe. Él creía tener todo bajo control. Como buen novio inexperto, no imaginaba que podía ser él el dejado. En cambio, sí había pensado, y en más de una oportunidad que, de suceder que uno de los dos dejaría al otro, ese sería él. Es que una vez que, superados los primeros tiempos, la rutina y sus aliados comenzaron a entrometerse en la vida de la pareja, Pablo no luchó para vencerlos sino que se dejó llevar a la rastra por ellos. Como resultado, empezó a padecer –y no a disfrutar- un noviazgo de baja calidad, por lo general, carente buenos momentos, desprovisto de expectativas de mejoría y ausente de proyectos.
En ese triste contexto, Pablo pensó más de una vez cómo hacer para terminar esa relación que no iba para atrás ni para adelante. Sin embargo, no hizo ni una cosa ni la otra. No puso energía para tratar de recomponer lo que estaba roto, pero tampoco tuvo el coraje de decir: “Hasta acá llegué”. En consecuencia, durante meses, la pareja transitó por en un estado de abulia y dejadez que sólo encontró su epílogo cuando fue Romina la que se hartó de la penosa situación. En su momento, ella quizás tampoco había batallado duramente para impedir que la pareja no naufragara, pero a diferencia de la apatía su novio, sí tuvo la valentía de afrontar una charla decisiva y poner un punto final.
Pablo se preguntó la razón por la cual no había tomado él la determinación de dar un paso al costado. ¿Había sido por cobardía? ¿O tal vez por porque no quería sentirse sólo cuando la relación se terminara? ¿La gustaba más la infelicidad de una pareja maltrecha que la idea de tener que verse nuevamente en soledad? ¿Y si en realidad, aunque creía que no, sí la amaba?
Pero esos interrogantes, al parecer, ya no tenían ninguna utilidad. Apenas recibió la inesperada noticia, Pablo creyó que Romina le había ahorrado un problema, porque ya no tendría que ser él, quien asumiera la responsabilidad de decir basta. Lo real es que poco después, se olvidó de ese extraño consuelo, y amargamente, entendió que debía hacer grandes esfuerzos para recuperarse del golpe de nocaut.
Muchos años después, escribió: “NI VIVEZA NI PICARDÍA”
También al que comete adulterio le falta sensatez; el que tal hace corrompe su alma. Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta nunca será borrada. Proverbios 6:32-33.
La infidelidad en el noviazgo o el matrimonio equivale a engañar descaradamente a la persona que comparte con nosotros esta hermosa instancia de la vida. Sin embargo, igual que a la mentira, en la actualidad a la infidelidad tampoco se la repudia socialmente con el énfasis con la que debería ser repudiada. Engañar a una pareja podría ser visto como un muestra de picardía o de viveza para la sociedad de hoy, pero trae consecuencias tremendamente negativas para quienes participan de la infidelidad, ya sea cómo víctimas o victimarios.
Dios tiene algo que decirnos al respecto: el adulterio es una de las prácticas que más aborrece. No nos involucremos en esta actividad, lamentablemente tan común entre gente de todas las edades. De hacerlo, más allá de causarle un gran daño al prójimo, en el corto o el largo plazo, también nosotros padeceremos sus graves consecuencias.