
Rivadavia y Avenida La Plata. Pablo llegó puntualmente a la esquina acordada. La Ciudad estaba sumergida en su rutina. Autos, colectivos, taxis, personas de a pie… Los elementos urbanos acostumbrados coincidían con el importante movimiento comercial en un horario donde por lo general, la gente se trasladaba desde el trabajo hacia sus hogares. Pablo, en cambio, estaba muy lejos de tomar este episodio como rutinario. Para él, significaba un acontecimiento trascendental, por lo cual, no era extraña la aceleración que los latidos de su corazón presentaba ante la inminencia de su encuentro con Romina.
En esta esquina hay una boca de subte –estación Río de Janeiro de la Línea A- y parada junto a ella se encontraba una joven. Pablo pensó que podía ser su cita, pero no estaba seguro. La chica miraba hacia otro lado, por lo tanto no hubo contacto visual. La tremenda duda se instaló sin pedir permiso en una mente, ya de por sí, atribulada por tanto nerviosismo. ¿Era o no era? ¿Debería acercarse? ¿Tendría que permanecer en su sitio y aguardar al contacto visual? Por aspecto y edad aproximada, bien podía ser la chica del boliche, elucubró Pablo. Pero, ¿y si se equivocaba? ¿Y si hacía un papelón? ¿Y si Romina justo llegaba y veía que estaba hablándole a otra mujer? ¿Y si se quedaba quieto y la chica sí era Romina?
En cuestión de segundos, necesitaba resolver este inesperado dilema. Determinó, entonces, jugársela entero: se arrimaría hacia su posición, junto a la entrada del subte, para generar el encuentro. Estaba decidido. Lentamente, Pablo dio unos pasos, hasta que entró en el campo visual de la dama y el diálogo se volvió posible. Con voz firme y ensayando un gesto amable, la encaró, deslizando algo así como un “Hola… ¿Romina?”.
Su interlocutora escuchó la frase e instintivamente devolvió una expresión de rechazo, en forma simultánea a la respuesta negativa. No, estaba claro que no era. Avergonzado, Pablo entregó una explicación que consideró necesaria. Dijo una frase semejante a un “uh, disculpá, lo que pasa es que me voy a encontrar por primera vez…”. La explicación no despertó en aquella mujer ningún interés. Pablo se alejó con prontitud del lugar, aunque no del punto de encuentro convenido, ubicándose ahora a algunos metros de distancia, en dirección a Avenida La Plata. Todavía impactado por la confusión, pero tratando de olvidar el mal momento, se dispuso a esperar a que apareciera la “verdadera” Romina quién, efectivamente, pocos segundos más tarde, arribó al lugar.
Muchos años después, escribió: “A cada paso”
Gran remedio es el corazón alegre, pero el ánimo decaído seca los huesos. La Biblia. Proverbios 17:22.
“¡Cómo quiero que llegue ese día!”. “Cuando lleguen mis vacaciones seré feliz”. “Cuando pueda comprarme el auto para el que estoy ahorrando, ahí voy a disfrutar”. “Cuando supere este problema que me molesta, todo cambiará”. A menudo vamos detrás de un objetivo pero al llegar a él, no lo disfrutamos como imaginábamos porque aparece una nueva meta que ocupa nuestros pensamientos. Es que para gozar la vida, la clave no es obsesionarnos con la llegada. El desafio es -sin descuidar nuestras metas-, encontrar la manera de disfrutar el recorrido, o sea, cada momento por el que transitemos. Probablemente, tengamos muchos motivos para hacerlo y por la preocupación por arribar al punto tan ansiado, ni nos damos cuenta de que la felicidad está disponible a cada paso.