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El ciclo lectivo se reanudó y Pablo comenzó el tercer año de la escuela secundaria. Quedaban atrás unas vacaciones repletas de temor, coronadas con un breve período de optimismo, a partir de que supo que dos de los compañeros que tanto lo habían hostigado ya no estarían presentes, pues acababan de repetir el año. Pero parte del miedo que aún lo acechaba, se fundamentaba en que Pablo desconocía si esos chicos continuarían en el colegio, a pesar su mala experiencia en los exámenes. Por cierto, cabía esa posibilidad. En consecuencia, también era factible que tuviera que verlos nuevamente, aunque más no fuera en los recreos. Esa idea lo perturbó hasta el mismo día del reinicio de las clases. No obstante, logró tranquilizarse cuando al retornar a las aulas, confirmó que ni uno ni el otro, estaban ya en el establecimiento.

En la división quedaban apenas siete varones, mientras las mujeres, eran aproximadamente el triple. De estos seis compañeros, había uno en especial, del que Pablo deseaba permanecer lo más lejos posible: aquel al que apodaban “el Francés”, un muchacho que realmente era tan agresivo como cargoso. En cuanto a él, la historia poco y nada cambió con relación al año anterior: si bien disminuyó por una cuestión netamente numérica, el bullying no cesó. Y Pablo volvió a hallar refugio en Damián, un histórico compañero de banco con el que ni el “Francés” ni nadie, tenían intenciones de pelearse. De todos modos, esto no era ninguna solución, dado que Pablo no podía ni quería, pegarse como estampilla a Damián las más de cuatro horas que duraba el turno matutino de cada jornada.

Las primeras semanas de escolaridad transcurrieron sin mayores novedades… Lejos de librarse del bullying, Pablo –aunque un poco menos hostilizado- seguía pasándola mal. En relación al estudio, quizás por esta misma razón, tampoco le iba muy bien. Hasta que un hecho concreto alteró la triste situación que estaba padeciendo. ¿Cuál fue el hecho? Una reunión de padres…

Muchos años después, escribió: “La caída del avión”.

Una mujer contaba esta experiencia que vivió con un compañero de trabajo: “Él era una persona que decía no creer en nada, que presumía de su condición de ateo. Pero un día tuvo un problema grave, le pidió ayuda a Dios y empezó a creer”. Lo sucedido con este hombre es más común de lo que parece. Por algo, existe esta conocida frase: “Todos somos ateos hasta que se cae el avión”. En momentos de desesperación, hay gente que deja de lado su orgullo, su indiferencia, o su enojo para con nuestro Creador, y se acerca a Él. Esto demuestra que el Señor nos ha dado a todos nuestra cuota de fe. El problema es que muchas veces nos negamos o nos cuesta usarla, lo cual no deja de ser razonable, porque si día a día interactuamos con un mundo que por lo general ignora a Dios, es muy probable que nos mimeticemos con ese sistema. Pero si bien no deja de ser coherente, la excusa de ningún modo es válida desde la perspectiva divina.

Por eso, si andamos en Sus caminos, no nos desviemos, por más que el mundo vaya en sentido contrario. Y si nos hemos alejado, no esperemos a tener graves dificultades para volver y buscar a nuestro Señor. En todo momento, ahora mismo,  Él está disponible para recibirnos y bendecirnos, no solamente si tenemos un problema grave o “cuando se cae el avión”.

Un sustento bíblico:

Así dice la Escritura: «Todo el que confíe en él no será jamás defraudado». Romanos 10:11.

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