0 5 mins 6 años

Una de las dificultades más grandes con las cuales debe lidiar un ciclista urbano, es la posibilidad de sufrir el robo de su rodado. Esta circunstancia puede producirse a  cualquier hora y lugar, pero es más frecuente cuando a la bicicleta se la deja sola mientras uno efectúa trámites, compras o visita parientes o amigos en un domicilio particular. No hablemos de aquellos que, quizás confiándose porque sólo estarán pocos segundos ausentes, no tienen la precaución de atar la bici con cadena. Estos usuarios, son presa fácil de los descuidistas que siempre están a la espera de una oportunidad semejante.

Lo que es más preocupante, es que los asaltos son padecidos también por quienes sí toman los recaudos necesarios, ya que los amigos de lo ajeno son capaces de desafiar a los candados con el atrevimiento de estar delante de un hilo de coser.

En lo personal, a lo largo de más de veinte años de practicar ciclismo por las calles de Buenos Aires, he padecido robos al menos en siete ocasiones. A todas las tengo muy presentes, aunque de la primera, acaso por ser la del estreno guardo recuerdos muy nítidos. A esta bicicleta de color bordó, la había dejado estacionada junto a un poste, en la vereda de enfrente a la de mi casa. Mi condición de principiante motivó que la enganchara con una cadena con combinación, extremadamente fina y muy sencilla de cortar. Efectivamente, eso es lo que ocurrió. El modus operandi del ladrón pude conocerlo cuando me acerqué al lugar donde había dejado la bicicleta: con un palo, dio vueltas y vueltas el cable, haciéndolo girar como un tirabuzón, hasta lograr su rotura. La cadena enroscada sobre el palo, estaba ahí, tirada en la calle. Lo que no estaba, obviamente, era la bici. Mi sensación de impotencia fue tremenda. Y tan profunda como el interrogante que siguió dando vueltas por mi cabeza durante algún tiempo más: ¿Cómo hubiera reaccionado en caso de haber visto actuar al asaltante, en caso de haberlo sorprendido, como se suele decir, con las manos en la masa?

A excepción de uno de los robos que me tocó padecer –y que amerita en capítulo especial- todos los demás sucedieron con la misma modalidad: arrebato en ausencia del propietario (o sea, quien esto escribe). Nunca logré ver el accionar del delincuente violentando la traba candado, ni siquiera escapando a bordo del vehículo. La mayoría de las veces, la cadena inerte estaba allí, desparramada en el suelo, como para que se acreciente más todavía esa sensación de indignación e impotencia.

Desde luego, el grado de resistencia de las cadenas adquiridas a posteriori nunca más fue tan débil como aquella de la primera vez. Cierto es que a mayor fortaleza de este elemento, más es la dificultad para llevarse la bicicleta, ya que los dispositivos más complejos requieren herramientas más sofisticadas para cometer el ilícito. Sin embargo, en todos los episodios, los asaltantes se las ingeniaron para quedarse con el objetivo deseado.

Este peligro, siempre latente, hizo que a partir del segundo robo, me decidiera a reemplazar el vehículo sustraído por otro usado. Y que dada mi necesidad de utilizarlo prácticamente a diario, y tener que dejarlo enganchado repetidas veces a la intemperie, optara por usar bicicletas que no despertaran el interés de potenciales arrebatadores. Para ser más concreto, nada de bicis costosas ni llamativas. Cuánto más discretas, mejor, aún al extremo de tener que subirme a un rodado despintado, con partes oxidadas, o la cuerina del asiento un tanto deteriorada. El concepto en este caso sería: “Mientras ande bien, lo estético, es secundario”.

De todas formas, después de haber adoptado esta determinación, una frase que escuché de boca de un bicicletero, me desalentó, si bien yo tampoco desconocía la situación. El muchacho dijo algo parecido a esto: “Hay que cuidarla. Por más que esté como esté, a ellos les sirve”. Y al decir “ellos”, obviamente, se refería a los cacos.

Deja una respuesta