
La cita estaba pactada. En un atardecer de octubre, Pablo y Romina se verían por primera vez, más allá de aquel encuentro en el boliche, unos días atrás. ¿El lugar? La esquina de Avenida La Plata y Rivadavia, en el corazón de Caballito, barrio en el cual vivía ella. Él, en cambio, debería llegar en colectivo hasta el emblemático punto de encuentro.
El viaje –que duró unos 40 minutos- no le resultó a Pablo tan incómodo como las jornadas previas, donde la ansiedad volvió a acosarlo fuertemente. Sin embargo, complementando aquel estado de nerviosismo coexistía una sensación placentera, sustentada en la ilusión que le provocaba la salida en pareja.
Aquel fue un día laborable, de agradable temperatura. Aproximadamente a las 17 horas, Pablo terminó su turno en el comercio en el que trabajaba –un kiosco del barrio de Belgrano-, pasó por su casa a cambiarse –eligió un pantalón de jean azul, una camisa a cuadros y zapatillas- y con la mejor predisposición y grandes expectativas, acudió a encontrarse con la chica de la discoteca.
Eso sí, a medida que la hora acordada se aproximaba, también crecía su ansiedad. El coche de la línea 65, al cual había ascendido en cercanías de la Avenida Forest, avanzaba rumbo a la zona central de la Ciudad de Buenos Aires, allí donde el ilusionado e intranquilo pasajero debería bajar para ir a pie desde Rivadavia y Río de Janeiro hasta la intersección de la larguísima arteria porteña (y bonaerense) con Avenida La Plata. Serían unos cien metros de caminata. Un trecho muy breve, pero apropiado para que la adrenalina de Pablo siguiera transitando sus altísimos valores.
Efectivamente, llegó el momento de bajar del colectivo y emprender la marcha hacia la esquina convenida, allí donde se erige una tradicional confitería/restaurante de Buenos Aires. Si Pablo estaba ansioso en los días previos, ahora que el contacto persona a persona era inminente, había otro ingrediente que le generaba más incertidumbre todavía: no se acordaba con precisión de la cara de la chica. Sabía, desde luego, que Romina le había gustado. Pero no sólo en este caso, sino en general, cargaba con alguna dificultad para retener en su memoria el rostro de personas a las que había visto pocas veces. Por eso, ¿qué sucedería con Romina? ¿Habría problemas para cumplir con la cita o estaría todo bien? ¿La reconocería en el momento o dudaría al hacer contacto visual? ¿Y ella, cómo tomaría una eventual confusión? Todos estos pensamientos se paseaban por la sobrecargada mente de Pablo, que finalmente, arribó al punto de encuentro.
Muchos años después, escribió: “Cuando el silencio no es salud”.
Mientras no confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mi gemir de todo el día, pues de día y de noche tu mano pesaba sobre mí. Como flor marchita por el calor del verano, así me sentía decaer. La Biblia. Salmos 32:3-5. DHH.
Hay gente que habla por de más. Para otros, es lo opuesto: ¿cuántas veces deberíamos hablar pero por equis motivo, nos callamos? Decir cosas a la ligera puede causar problemas pero guardarnos lo que deberíamos expresar también, sobre todo, nos perjudica a nosotros mismos. No es recomendable no exteriorizar dudas, culpas, enojos, preocupaciones, tristezas y hasta emociones placenteras como la alegría. Tarde o temprano podríamos llegar a pagar un alto precio por callar, inclusive con enfermedades. En cambio, dar a conocer lo que nos pasa es saludable. Cierto es que a veces resulta difícil, pero que vale la pena intentarlo, no caben dudas.