
Pablo estaba feliz. Aquella madrugada, volvió a su casa muy contento. La chica que había conocido en la discoteca le gustaba. Y considerando la conversación que mantuvo con ella, llegó a la conclusión de que al margen de lo físico, además le había caído muy bien. Esto le dio pie para ilusionarse e imaginar que podrían iniciar una linda relación. Linda y duradera. Porque hasta ese momento, a sus 24 años, no había tenido lo que se dice, una novia-novia. Había salido con chicas, es verdad, pero aquellos vínculos inestables, una y otra vez, se disolvían en tiempos muy cortos: días, semanas, unos pocos meses… Por una u otra razón, no llegaban a consolidarse. Lejos estaban de hacerlo. Esta situación le acarreaba preocupación a Pablo, que veía como otra gente, a su edad, sí lograba establecer esos lazos afectivos por años y años, sin mayores dificultades. No es fácil saber hasta qué punto llegaban ambas cuestiones, pero a lo mejor, más que la necesidad de tener una novia por la relación en sí misma, lo que él deseaba con fervor era no sentirse disminuido frente a los demás. En este aspecto, como en tantos otros, también influía fuertemente el complejo de inferioridad que lo aquejaba desde la época del colegio secundario en la cual comenzó a sufrir bullying.
La chica le había dado su número de teléfono. Era un teléfono fijo, de línea. Los celulares apenas se conocían. Eran aparatos grandes, con una antena, incómodos para portar y trasladar. Muy pocos los tenían. Hoy parece increíble, pero Internet recién nacía y mucha gente ni siquiera tenía una computadora en su casa. Mucho menos, correo electrónico y ni que hablar de redes sociales o Whatsapp. Por ende, lo que por lo general había que hacer para comenzar cualquier relación –laboral, amistosa, etc- era anotar o memorizar el número telefónico de la persona a la cual se precisaba contactar. El número constaba de siete cifras: los tres primeros (más adelante se añadió otro más), es decir, la “característica”, y los cuatro posteriores. En un boliche, no siempre había disponibilidad de elementos para escribir. Pablo no llevaba consigo papel ni lapicera. De modo que tuvo que memorizar los siete números y su orden, cuando la chica se los dijo. Probablemente, haya hecho el esfuerzo de no olvidárselos durante unas horas, hasta poder anotarlos al llegar a su casa. El hecho de que su compañera haya aceptado darle su teléfono era otro motivo de alegría para él. Esto era un símbolo de confianza. Significaba, por otra parte, que ella también se había sentido a gusto y tenía ganas de que se siguieran viendo luego de aquel encuentro en el boliche. Sí, Pablo estaba feliz. Sin dudas, lo esperaban grandes desafíos.
Muchos años después, escribió: “MODERNOS Y SIN COMPROMISOS”.
Un artículo reciente informó que en los últimos años surgieron muchas formas de pareja, con miembros que no quieren perder su independencia. Estas relaciones no se definen como noviazgo ni matrimonio, e incluso se acepta que cada uno tenga vínculos con otras personas. Esta ausencia de compromiso suena muy bien y la falta de reglas, mejor todavía. Pero es probable que detrás de estas supuestas libertades con que las personas buscan que sus vidas sean atractivas, después surjan problemas graves, vinculados a la soledad y la imposibilidad de hallar pareja perdurable cuando se la necesite. Dios le dio al matrimonio un papel fundamental para una sociedad sana. Y dijo que gran parte de nuestra felicidad está respaldada por el compromiso de una pareja estable. Aunque hoy se diga que esas reglas atrasan, por algo nuestro Creador las dictó. Lo hizo para bendición. Si bien pareciera que transgrediendo antiguos mandatos somos modernos y progresistas, si menospreciamos la sabiduría de Dios, solo sumaremos dificultades para nosotros y quienes nos rodean.
Un sustento bíblico:
«Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.» Génesis 2:24.