
La costumbre se repite en CABA y muy probablemente, más allá también… Tal vez, si se prestara atención, en cada cuadra veríamos casos como el de esta foto de una vereda porteña. Los canteros con envases plásticos cargados con agua son muy comunes. Los vecinos los colocan para que rodeen a árboles y plantas, con el objetivo de protegerlos del orín de los perros. Si bien no existe evidencia científica que avale esta creencia, la estrategia se ha implementado hace ya muchos años. El fundamento, reside en un supuesto efecto visual producido en conjunto por la botella y el agua, efecto que desalentaría a los canes a acercarse y “marcar territorio” a través de la orina. Como se ha dicho, no está comprobado por la ciencia que esta afirmación sea cierta. Sin embargo, el hecho de que a pesar del transcurso de los años la medida casera siga implementándose, significa que por lo menos a algunos, les estaría dando resultados positivos.
Calesita porteña. El tradicional dispositivo que entretiene a chicos y grandes gira al ritmo de canciones infantiles de variadas épocas. Pese a que los tiempos han modificado ciertos hábitos, éste sigue siendo un método muy eficaz para que los niños se diviertan y los adultos disfruten. De repente, el repertorio cambia. Ya no se oyen temas infantiles sino una canción que dice: “Yo vivía en el bosque muy contento/ Caminaba, caminaba sin cesar/ Las mañanas y las tardes eran mías/ A la noche, me tiraba a descansar…” Sí, nada menos que El Oso, el tema interpretado por Mauricio Birabent, quien lo creó en 1970. El tema, según el propio Moris, originalmente estaba destinado a los niños, pero pronto se convirtió en una especie de himno emparentado con el nacimiento del rock nacional. La calesita gira mientras el parlante dispara: “En un pueblito alejado/ alguien no cerró el candado/ Era una noche sin luna/ y yo dejé la ciudad/ Ahora piso yo el suelo de mi bosque/ otra vez el verde de la libertad/ Estoy viejo pero las tardes son mías/ vuelvo al bosque/ estoy contento de verdadaaad…” La canción termina y la calesita se frena. La próxima vuelta, será con una canción infantil de las convencionales.
Domingo al mediodía. Los rayos del sol entibian el aire invernal. “Vamos a ir a comprar pan, después volvemos”. Mientras la señora pronuncia esta frase –o similar- en una plaza de la Ciudad de Buenos Aires, acomoda a un perrito dentro de un cochecito. A él le habla. A lo lejos, parece un carrito para bebés, pero no lo es. En el dispositivo rodante caben dos mascotas. Efectivamente, enseguida la mujer, de unos 50/60 años, da unos pasos para ir a buscar a otro pequeño perro que pasea por la plaza. L levanta y lo sienta junto al primero, sin dejar de hablarles con un amor que conmueve. Les repite que volverán al lugar. Hay otro can que forma parte del grupo, pero en este caso irá caminando junto a ellos, atado a la correa. Los tres son muy obedientes. Aceptan las indicaciones al instante. Ninguno ladra. Los que viajan en el cochecito, comparten el habitáculo en armonía. Segundos más tarde, en el marco de una escena muy tierna, el grupo deja el espacio verde porteño.