
Calle Santiago del Estero. Barrio de Monserrat. Resulta notorio, haciendo una travesía por la zona, que alguna vez aquí hubo una importante actividad comercial. Sin embargo, causa pena ver la realidad de hoy, con tantos negocios cerrados, persianas bajas y ese penetrante aire a abandono que se respira. El escenario descripto no es propiedad exclusiva de la mencionada arteria: los alrededores lucen de igual modo. Escaso tránsito vehicular y peatonal, y viviendas y balcones en ruinoso estado, completan un panorama decididamente triste. No es que el aspecto de los barrios que parecieran estar detenidos en el tiempo despierte rechazo; en este caso, no es esto lo que llama la atención, sino la pronunciada decadencia de un vecindario que seguramente gozó de épocas mejores. Como para corroborarlo aparece en escena una playa de estacionamiento cerrada y con un cartel de venta, cuando en otros tiempos, en estos espacios del centro porteño los automovilistas hacían fila para poder entrar.
Domicilio de un barrio capitalino. El teléfono de línea se quedó mudo. De pronto, no tuvo más tono. Pasaron un par de días sin señales de arreglo, lo que derivó en un llamado desde el celular a la compañía telefónica. Después de varios intentos infructuosos, con grabaciones de por medio, atendió muy servicialmente una persona “de carne y hueso”. El empleado concluyó que el desperfecto provenía de la calle. Dijo que un técnico iría a verificar en unos días pero dio a entender que era factible que debido al viejo cableado el problema ya no tuviera solución, y que en ese caso, habría que implementar un sistema inalámbrico. El dueño de casa se preguntó: ¿vale la pena? Es que últimamente, mientras él usaba su celular para comunicarse, por la línea fija lo perturbaban con encuestas, intentos de cuentos del tío, etc. No, no valía la pena. El teléfono probablemente seguirá mudo, pero ahora, por decisión de su dueño.
El supermercado “chino” tiene sus particularidades. Una de ellas es que se acumula mucha gente y no queda ningún cliente, sólo unos segundos más tarde. Faltan minutos para las 9 de la noche, momento donde esta situación se repite en un local de una tranquila calle porteña. En la caja realizan la compra tres mujeres de unos 30 años y un niño, todos, pertenecientes a un mismo grupo (ante había más personas, que ya se retiraron). Otra mujer, que también integra el grupo, aguarda cerca de la puerta. La cercanía les permite seguir conversando desde sus respectivas posiciones. “¿Vinieron en bondi?”, quiere saber la chica que espera a que las demás terminen el trámite. Una de ellas contesta que no viajaron en colectivo sino en un auto de alquiler. “Si no, no llegábamos más…”, aclara. Pagan y se van. Por detrás llega un muchacho que luego de abonar, solicita algo no tan frecuente en estos locales: “Te pido un ticket, ¿puede ser?”. Sin inconvenientes, el cajero -un hombre de origen asiático- accede al pedido. Segundos después, la misma caja en la que tanta gente se había juntado, vuelve a quedar despejada.