
El milagro de vivir la vida
Esta mañana me desperté temprano. Llevé a mis hijas al colegio y volví a casa. Minutos después del desayuno reparador, parado frente al espejo del botiquín del baño, se me ocurrió observar debajo de mi oreja derecha. Una pequeña mancha, estaba más roja que de costumbre. Hacía unas cuantas semanas que no la revisaba con la miraba, a lo mejor, por temor a que, efectivamente, hubiera algo distinto en esa manchita roja. Algo que mi imaginación, deduciría como un hecho grave…
Soy de piel muy blanca y quienes la tenemos, tendemos a generar tumores con más facilidad que los que poseen pigmentación más oscura. Desde que hace unos cuatro años fui por primera vez a una consulta dermatológica, por recomendación de la doctora, le dedico una especial atención al tema. Recuerdo la primera vez que asistí. Le llevaba el resultado de un análisis de una extracción de un pedacito de piel que me habían hecho en la espalda, por otra mancha colorada. Con una serenidad de la que no me olvido, me dijo: “Es un tumor. No te vas a morir pero te lo tenés que sacar”.
Para un hipocondríaco recibir una noticia semejante equivale a sensaciones y pensamientos tan difíciles de explicar con palabras… Por primera vez en mi vida, y no por causas físicas naturales, sino por la transmisión de una noticia, tuve arcadas. Pude controlarlas, pero… ¡qué momento! La película se disparó velozmente dentro de mi cerebro. Tumor significa cáncer y, por más que la doctora aclaró que no era uno grave, ¿cómo evitar que en mi interior se confabulen los elucubraciones más pesimistas? Con sufrimiento dispar atravesé los días que faltaban hasta la intervención quirúrgica. Experimenté momentos de paz, comparados con el terrible bajón posterior a la noticia. Después llegó otro momento durísimo: la previa a la lectura del resultado, por parte del cirujano. ¿Cómo calificar ese instante en el cual a uno están por comunicarle el diagnóstico? Finalmente estuvo todo bien. Con la extracción completa del tumor, quedó solucionado el problema.
Sin embargo, mi relación con la dermatología recién comenzaba. En resumidas cuentas, periódicamente, debo ir al médico, y a menudo, someterme a quemado de lunares, tratamientos que frenen el avance de células que son potenciales tumores, etc.
Debajo de la oreja derecha, varios meses atrás, me apareció uno de estos. El tratamiento consta de la aplicación de una crema que lastima la zona al punto de que puede llegar a sangrar. Hay que realizarse diariamente la aplicación, durante unas dos semanas. La crema lastima la piel por un tiempo, pero también elimina las células malignas.
Esta mañana, volví a mirarme en el espejo esa parte del rostro, en la que ya me había hecho el tratamiento. Consecuencia del temor, no suelo mirar las zonas afectadas, ni siquiera después de que estas han sido curadas. Pero un impulso me llevó a enfrentar el “peligro” en vez de huir de él… Y tras ese rapto de valentía, llegué a la conclusión de que el lugar estaba más colorado que antes. Entonces, al derrumbe psíquico de los primeros segundos, se asoció el intento por controlar la situación anímica (logrado a medias), y la convicción de que era necesario ver nuevamente a la dermatóloga.
Dos horas después, estaba en su consultorio. No hace falta entrar en detalles acerca de lo que fue mi mente en ese lapso, pero en síntesis, diré que al Señor gracias, salí airoso del examen emocional.
¿Y qué dijo la doctora? Algo así: “Tu piel es muy blanca, sos una máquina de generar queratosis. Se ve que tomaste demasiado sol de chico. Esto está muy colorado, volvé a hacerte el tratamiento ahí. ¿Tenés la crema todavía? Ponetela y veme en dos semanas”. Nos saludamos cordialmente, dejé la puerta entreabierta y me fui, dentro de todo, contento. ¿Por qué contento? Porque el diagnóstico no revestía esa gravedad que mi imaginación, equivocadamente, ya había determinado un par de horas atrás. Porque había podido vencer la cobardía de no querer mirar la mancha ni concurrir al médico. Y porque otra vez me di cuenta –esto, rato más tarde, mientras escribo estas líneas-, de que más vale vivir cada minuto de este milagro que es la vida, en vez de permitir que el miedo irracional nos gane la pulseada.