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[badge style=»red»]»EL QUE DECIDE SOY YO»[/badge]

 

“A vos te lavaron la cabeza…” ¿Cuántas veces los creyentes hemos escuchado frases como ésta? Suenan hirientes porque, a menudo, pueden llegar a provenir del seno de la misma familia. Son muchos los creyentes que comparten la vida cotidiana con parientes y seres queridos que no lo son. El intercambio de opiniones, por lo tanto, es frecuente, tanto por el rechazo de los que no tienen interés en seguir los pasos del creyente como por la ansiedad de éstos por lograr que los seres queridos reconsideren su postura indiferente.

“Si a vos te duele la cabeza y una aspirina te solucionó el dolor, es probable que quieras recomendarle este remedio a todas las personas que puedas, y con mucha más razón a tus seres queridos”. Palabras más, palabras menos, esta máxima la escuché de boca de una mujer que con perseverancia trabajaba para llevar la Palabra de Dios a mucha gente.

En reiteradas ocasiones, el argumento esgrimido por los que rechazan esta invitación es una frase como la que encabeza esta nota: el del supuesto lavado de cabeza.

De lo que quizás muchos no se den cuenta, es que ellos mismos han sido víctimas del lavado de cabeza que tanto objetan. Claro que este “lavado de cabeza” ha sido tan paulatino, tan gradual, tan lento, que es muy difícil reconocerlo si uno no está lo suficientemente alerta. El sistema en el cual vivimos, desde prácticamente el mismo momento en el que empezamos a razonar por nuestros propios medios, nos conduce por un camino de usos y costumbres del cual difícilmente podamos apartarnos si no tenemos la capacidad de reconocerlo y, luego, la voluntad de transgredirlo.

“A mí nadie me dice lo que tengo que creer. Yo soy el que decido”. Este argumento, también es muy común escucharlo de parte de aquellos que muy seguros parecen estar de sí mismos, ufanándose de su fortaleza mental y de que nunca podrán ser convencidos por los testimonios de quienes intentan persuadirlos.

A lo mejor, no se hayan dado cuenta de que el mismo sistema en el cual nacimos, lenta y silenciosamente, hizo su trabajo para que hoy en día, muchos piensen de ese modo.

Si nos movemos en un mundo donde, por ejemplo, desde los medios masivos de comunicación no se habla de Dios, ni de su Palabra que nos llega a través de la Biblia, ni de tantas cosas que guarden relación; si cuando sí lo hacen, la intención es la de mofarse, objetar o polemizar; si el mensaje –directo o indirecto- que nos llega desde incluso antes de la adolescencia, no es el de la búsqueda de Dios, sino un camino donde será más proclive a ser exitoso quien más bienes materiales reúna, al que mejor le vaya en los negocios, quien mayor número de relaciones sexuales tenga, quien más se divierta o quien para estar bien, simplemente logre hacer lo que más placer le dé.

¿No habrá sido éste el lento y oculto lavado de cabeza del que sin darnos cuenta hemos sido víctimas, al prender la tele, escuchar la radio, leer un diario, un sitio web, e interactuando con gente que al igual que nosotros, justamente eso ha también experimentado a la largo de su vida?

En semejante contexto, es factible que el razonamiento sea: “A mí nadie me dice lo qué tengo que hacer o en quién tengo que creer. El que decide soy yo”. Pero claro, en ese caso, ¿será su elección diferente a la que el sistema le ha venido proponiendo desde que era niño? ¿No estará, inconcientemente, tan sujeto a las normas establecidas, que cuando alguien le presente algo distinto, crea que la equivocada es la otra persona? ¿No será tiempo de pensar si esa supuesta libertad que tenemos para elegir, en realidad no es un modo de esclavitud disfrazada?

Son unas cuantas las preguntas y quizás resulte fastidioso tratar de formularse a esta altura, replanteos y autocríticas. De lo sí es tiempo, es de volver a pensar en Dios. Él siempre espera que así lo hagamos.

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