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EL GRAN MIGUEL

No tendría más de diez años cuando un amigo de la infancia, Javier, me invitó a pasar unos días en su casa de José León Suárez. Conocí a Javier y a su gente en un club perteneciente a un sindicato, en la localidad de Tigre. Éramos varias las familias que habíamos estrechado un lindo vínculo. También estaban mis primos, Rodolfo y Darío, aproximadamente de mi misma edad, y de la de Javier. Nosotros cuatro jugábamos al fútbol mientras nuestros respectivos papás, jugaban al tenis. Así transcurrían casi todos los domingos del año, con la gran atracción de la pileta en los veranos.

La amistad creció tanto a lo largo de los meses, que llegó aquella invitación, favorecida porque todavía no había empezado el ciclo lectivo. La confianza entre nuestros progenitores hizo que me dejaran ir sin problemas y si mi memoria no me falla, después de una tarde en el Tigre, subí al Fiat 125 de color verde oscuro y me fui directamente a José León Suárez con mi amigo, sus padres Araceli y Miguel, y su hermano mayor, Carlitos. El plan contemplaba que me quedaría esa semana allí, para regresar al domingo siguiente al club, reencontrarme con mi familia y volver a casa.

Mis recuerdos de esas mini-vacaciones no abundan pero a pesar del tiempo transcurrido, sí conservo en mi mente escenas nítidas y la seguridad de que la pasé bárbaro. Las imágenes se apilan y me veo con Javier en aquel confortable caserón de un barrio tranquilo y residencial, jugando al scalextric (la gran vedette), al bombero loco (un juguete lanza-agua muy de moda en su época), al fútbol… De vez en cuando se nos unía mi primo Darío, que vivía a la vuelta… Y, casi me olvido, también fuimos a pescar. En fin, una etapa hermosa de la vida.

En la televisión de la época, había una disyuntiva para los lunes a la noche: ver Polémica en el Bar o una serie de ciencia ficción cuyo nombre lamentablemente se me borró, pese al esfuerzo que hice por recuperarlo. Me dieron a elegir a mí y pese al deseo de los hijos del matrimonio de poner la serie espacial, mi veredicto fue Polémica en el Bar, histórico programa de la TV local donde descollaban Minguito, el Gordo Porcel y Rolo Puente, entre otros.

Una semana después, tal como estaba proyectado, se acabó aquella aventura de sabor pueblerino, tan lejana al vértigo de la ciudad de Buenos Aires. Javier y su entorno habían sido excelentes anfitriones. De su papá Miguel, un gordo bonachón y alegre, siempre guardé una anécdota extra, relacionada a aquellas contiendas en el polvo de ladrillo del predio sindical. Al ser cuatro “tenistas” (mis tíos Ricardo y Roberto, mi papá Alfredo y el propio Miguel), se jugaba con la modalidad dobles. Cierto domingo, un pelotazo le dio de lleno en un ojo. Ahí mismo, por el intenso dolor que estaba padeciendo, se dio por terminado el match. Su vuelta al hogar fue traumática, al tal punto que no pudo manejar y debió hacerlo Carlitos, su hijo más grande, aunque todavía menor de edad.

Me hubiera gustado que continuara el vínculo con ellos. Pero poco después dejamos de ir a ese club y al no vivir cerca, el contacto se diluyó. Desde los once o doce años, nunca más vi a Javier. Hace poco, de casualidad, escuché una conversación telefónica. Mi papá hablaba con su primo Roberto, que seguía siendo vecino de Miguel en José León Suárez. Eso no había cambiado. Otra cosas, lamentablemente, sí.

Por ejemplo, que Araceli falleció y que los hijos, habiendo formado su propio hogar, ya no residían en el barrio. Miguel, ahora solo en el caserón, atravesaba un momento difícil, estaba triste y desganado. En lo personal, más allá de que hacía muchísimo que no sabía nada de él, fue un golpe duro enterarme de esto. Pasaron algunos días y el tema siguió dándome vueltas por la cabeza. Por supuesto, oré por él y por su familia, para que el Señor, que todo lo ve, que todo lo entiende, posara su paz sobre ellos. Enseguida tuve la necesidad de sentarme a escribir este texto.

Sí, parece que Miguel anda precisando una ayuda para salir adelante. No sé si alguna vez leerá esto. Ojalá lo haga. Sí es así, Miguel, quiero que sepas el gran recuerdo que tengo de vos y de tu gente, pero fundamentalmente, me gustaría que estas líneas te sirvan como aliciente para que percibas que podés estar bien, que podés salir de ésta. Claro, pensarás que yo opino a la distancia. Y tenés razón. Seguramente no sea tan sencillo como un pelotazo en el ojo. Pero qué alegría que voy a tener ese día que, al escuchar otra conversación, me entere de que estás mejor.

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