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En un cierto momento de su vida, Pablo trabajó en una oficina. Una tarde, observó que un compañero, aprovechando unos minutos libres, había jugado al solitario en la única computadora que había en el recinto. Eran épocas donde Internet, ni por asomo, era lo que es hoy. Aquella rudimentaria PC no estaba conectada al ciberespacio y por lo tanto, si alguien quería apelar a este tipo de entretenimientos debía recurrir a los pocos juegos que venían en el disco rígido. Al ver que su compañero acababa de hacer una partida de “solitario”, le dijo una frase parecida a esta: “¿No te gustaría, mejor, hacer algo productivo?”. Pablo no utilizó un tono despectivo. No buscaba mostrarle su desprecio al muchacho que jugaba al solitario, sino que no comprendía cómo se podía “perder el tiempo” en semejante pasatiempo. Él jamás había instalado un juego en su computadora, ni tampoco en su celular, a medida que esto iba volviéndose cada vez más frecuente. Tampoco tuvo play-station. Alguna vez, apenas, trató de jugar al “fútbol” mientras estaba en la casa de parientes que sí contaban con esta moderna fuente de recreación electrónica. Pero nada más.

Para Pablo, estas cosas eran “perder el tiempo”. Incluso, también lo era, mirar un partido de fútbol por la televisión, cosa que durante su adolescencia, sí tomaba como uno de sus placeres favoritos. Ya siendo adulto, en sus ratos de ocio, cuando no trabajaba ni estaba en familia, sus actividades preferidas pasaban por hacer deportes y reponer energías mediante una buena siesta. Es decir, siempre algo que él considerara productivo. El resto era, otra vez, “perder el tiempo”. Esa postura se había transformado en una obsesión, porque no toleraba que en su día, hubiera elementos extraños. De manera consciente o no, programaba su agenda para que en su día entrara lo máximo posible: familia, trabajo, actividad física y descanso. Y si a lo mejor había algún hobby, éste se relacionaba con lo laboral.

Esta forma de vivir, entendió más tarde, estaba estrechamente conectada con los trastornos de ansiedad y la hipocondría. El denominador común, era la obsesión a no perder nada que él consideraba de su propiedad: Pablo hacía un gran esfuerzo para no perder tiempo, dinero, salud, confort… Y cuando veía que algo de esto peligraba, su mente ingresaba en un terreno donde la preocupación exagerada, la desesperación o el miedo, se convertían en protagonistas.

Más adelante, escribió: “Superficialidad versus corazón”.

Durante la infancia y la adolescencia se empiezan a establecer los valores que a las personas marcarán a lo largo de su vida. A esa edad, ¿a qué se le da más importancia? En la escuela primaria y secundaria, donde los chicos pasan gran parte de su tiempo, se les presta atención a los que sacan notas altas, a los más atractivos físicamente, a los más simpáticos y extravertidos, a los más hábiles en juegos y deportes… Y también a los que más dinero o bienes materiales tienen.

Sí bien en la teoría puede sonar feo decir que estas cualidades dan mayor nivel, ¿quién negaría que en la práctica, la sociedad se rige por estos valores? Lo externo y lo superficial -cuando somos chicos- prevalece por sobre lo que hay en el corazón o en el interior de las personas, y siendo adulto, es difícil que la sociedad pueda modificar estos modelos. Por eso, en función de los valores que se priorizan, no es extraño que tengamos un mundo abrumado por las dificultades.

Hay algo, en cambio, a lo cual la sociedad le da importancia mínima o nula. Ese valor es la fe, que, paradójicamente, para nuestro Creador, es uno de los valores más grandes a los que pueda aspirar un ser humano. Las Escrituras aclaran que sin fe no se puede agradar a Dios. Para Él nada significan el dinero o el aspecto físico; si tenemos o no un auto o la marca de las zapatillas que usamos. Por eso, mediante la búsqueda de la fe y la obediencia, nuestra meta debe ser, sobre todo, complacer al que nos da la vida, nos ama y nos salva.

No caigamos en la tentación de entristecernos, acomplejarnos o fastidiarnos cuando nos parezca que no estamos a la altura de los valores del mundo. Y pensemos que nada de esto trae una felicidad duradera, mientras que esa paz que sólo el Señor es capaz de dar, sí podrá llenarnos de un gozo que no conoce de fronteras. Ni en esta vida ni en la eternidad.

Un sustento bíblico:

¿Qué busco con esto: ganarme la aprobación humana o la de Dios? ¿Piensan que procuro agradar a los demás? Si yo buscara agradar a otros, no sería siervo del Mesías. Gálatas 1:10.

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