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Si cada vez que emprendía un viaje rutero Pablo debía luchar contra el nerviosismo, ¿qué decir, cuando la ruta era aérea? Fueron varias las oportunidades en las que se subió a un avión. Siempre en trayectos de cabotaje, el vuelo de corta duración era lo único que conocía. La tensión, no obstante, se hacía presente al margen de los tiempos de recorrido. Y no únicamente en el momento de la partida, del viaje propiamente dicho y del aterrizaje… Días antes, sus pensamientos  giraban en alrededor del asunto. Pero, ¿toda la vida había sido igual?

Claro que no. Pablo viajó por primera vez en avión a los once años. En febrero del ‘84, las vacaciones familiares lo llevaron a la provincia de Córdoba. Estaba programado que el viaje fuese en micro, pero una repentina huelga de transportes de larga distancia cambió los planes. Estando ya en la terminal de Retiro cerca de la medianoche de un sábado, su papá llegó a la conclusión que no valía la pena seguir a la expectativa de una solución que se ignoraba cuando llegaría. Tras una rápida decisión, algunas corridas y los trámites de rigor, el próximo destino se transformó en el Aeroparque metropolitano. Horas después, Pablo y compañía volaban hacia el aeropuerto cordobés de Pajas Blancas, a lo que seguiría un trayecto por tierra hasta Villa Carlos Paz.

¿Cómo resultó el viaje para el “debutante” en rutas aéreas? Placentero. Si sintió miedo, fue mínimo y sin que éste se saliera de los límites “normales”. Sentado junto a la ventanilla, disfrutó de su primera vez y sacó fotos con su cámara Kodak apuntando hacia el exterior.

Durante la estadía en la localidad serrana, el paseo en aerosilla estaba catalogado como una de las atracciones del paquete turístico. Hacia allí se dirigieron el pequeño Pablo y su papá. Fue otro momento de diversión, muy lejos aún de los temores que podían haber surgido en el caso de evaluar exhaustivamente -así como a bordo del avión- los riesgos de subirse a un aparato de este tipo.

Muchos años después, escribió: «Entender que no solo es si «algo grave» ocurre».

Cuando aún no tenía muchos conocimientos de la Palabra de Dios, pensaba que ante la necesidad de dirigirnos a Él para hacer una petición, únicamente era válido pedirle cosas de extrema urgencia. Y si no existía gravedad ni grandes problemas, lo correcto era tratar de arreglárselas solo. Sin embargo, una vez que a través de las páginas de las Escrituras uno comienza a saber más acerca de Su pensamiento, también descubre que el Señor desea que en todo momento solicitemos Su ayuda, ya sea para las grandes cosas como para las pequeñas. Luego, Él obrará de acuerdo a lo que considere más beneficioso para sus hijos.   

Esto de orar en toda circunstancia, también permite terminar con el concepto de que sólo sirve dirigirse a Él en un lugar puntual –un templo o una iglesia por ejemplo- o mediante un lenguaje especial. Aprendí que si bien para lograr una mayor intimidad con nuestro Padre es muy adecuando orar a solas en un instante de tranquilidad, Él nos escucha a toda hora y en todo lugar, tanto si formulamos una larga oración como si, apremiados por el tiempo del que disponemos, la petición es de lo más breve (por ejemplo, un simple “Señor, ayudame”). O si cuando más allá de un pedido, además –cosa muy importante- le agradecemos y lo alabamos.

Las ideas que tenía antes, se basaban en mi propia percepción. Al comprobar que la Biblia claramente decía algo distinto, terminé con este prejuicio, y también con otros. A veces, por desechar Su manual de instrucciones y aferrarnos nuestras opiniones en vez de consultar la suya, cometemos grandes equivocaciones. Pero a Dios gracias, Su Palabra sigue estando a disposición para que podamos volver al camino correcto si confundimos el rumbo. 

Un sustento bíblico:

Dedíquense a la oración: perseveren en ella con agradecimiento. Colosenses 4:2.

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