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Pablo nació en Buenos Aires y fue en la capital de la República Argentina, donde vivió durante toda su vida. La escuela primaria, la secundaria, sus trabajos, su noviazgo, su casamiento, el haberse convertido en padre de familia… Todo se desarrolló dentro de los límites de la General Paz. Un día se preguntó si, habiendo tanto mundo a su alrededor, no habría sido escaso el camino recorrido. Pero se contestó a sí mismo que no. Si bien ciertas ordenanzas modernas pretendían hacerle ver las supuestas bondades que hay en viajar, conocer, recorrer, él estaba contento con lo que hasta allí, había hecho en la vida. Si en alguna época había estado acorralado por las exigencias de una sociedad que le demandaba que tenía que “vivir”, progresivamente fue entendiendo que vivir no era aquello que el sistema señalaba como bueno. Y que si había perdido el tiempo, no fue por haber salido muy poco del barrio, sino corriendo tras el mandato de un sistema que, en realidad, poco le interesaba. Una vez que hubo elaborado esta conclusión, la unió al siguiente texto, al cual tituló: «No menospreciar la mejor de las guías».

A través de las Escrituras, Dios entregó una guía de instrucciones donde, entre tantas cosas, figuran deberes y obligaciones que los seres humanos deberíamos cumplir. Cuando a partir de la fe uno se esfuerza por satisfacer estas demandas, suele hallar rechazo en cierta gente, porque el hecho de vivir de acuerdo a estas reglas, muchas veces no va en la misma dirección que las costumbres del mundo actual. Antes de continuar, me permito hacer esta pregunta: ¿Somos conscientes en lo que se ha convertido el mundo? Repleto de guerras, odio, violencia, egoísmo, desigualdad social, desastres ecológicos, etc.

La Biblia que tantos se han ocupado de denigrar, contiene leyes formuladas con el objetivo de que vivamos mejor en nuestro paso por este planeta. Pero al haberle dado la espalda a su Creador y querer vivir a nuestras propias manera, no hacemos más que meternos en problemas de todo tipo, en lo particular y en lo global.

Dios dictó normas alimenticias, higiénicas, de convivencia entre pares, de respeto hacia Él… El ser humano en general, ha hecho oídos sordos. Y los creyentes son criticados cuando sí intentan poner en práctica esos lineamientos. “Todo está prohibido”, dice, con rebeldía y soberbia, aquél que menosprecia al creyente fiel, ridiculizando su fe. Pero muchas veces ignora que éste lo hace porque en estas leyes, reconoce la mano del Señor, y las cumple por amor hacia Él (porque entiende que su Creador trazó un camino para proteger al ser al cual creó y el mundo en el cual habita), aún cuando esto va a contramano de los sistemas negadores de Dios que mandan en el mundo moderno.

En una casa de familia, un padre pone las reglas, y si éstas a veces son rígidas o poco atractivas, por lo general, están pensadas a favor del correcto funcionamiento del hogar y para beneficiar a los hijos. ¿Qué pasa cuando éstos desoyen la dirección y el buen consejo de los padres y hacen lo que les place? La casa se torna desordenada y caótica.

La familia, cada vez más desprestigiada en las épocas que corren, es la célula de la sociedad. No debería extrañar, entonces, que nuestro vapuleado planeta sea lo que es.

Un sustento bíblico:

Cumple los mandatos del Señor tu Dios; sigue sus sendas y obedece sus decretos, mandamientos, leyes y preceptos, los cuales están escritos en la ley de Moisés. Así prosperarás en todo lo que hagas y por dondequiera que vayas. (1 Reyes 2:3).

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