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Pocos días después de haber hecho la inscripción, Pablo concurrió a participar de su primera reunión en el “taller de la timidez”. De esta manera se denominaban los encuentros producidos una vez por semana, en un bar situado frente al hospital público en el cual se organizaban diversas actividades sociales y culturales. Este taller, que  formaba parte del gran abanico de propuestas gratuitas del centro de salud, comenzaba a las 8 AM. Si bien a Pablo no le causaba ninguna simpatía el tempranero horario, entendió que debía realizar un esfuerzo y asistir, al menos al principio, para comprobar la eficacia de las reuniones. Un marcado nerviosismo lo acompañó durante los días previos al “debut”, sensación que se acentuó cuando aquella mañana, tras despertarse, desayunó y recorrió en bicicleta el camino desde su casa hacia el bar. Pablo dejó ennganchado su vehículo en un poste de la calle e intentando contener su ansiedad, abrió la puerta del negocio. A su izquierda, estaba el mostrador. Consultó por la reunión. Le indicaron que era en un salón ubicado más atrás. Se dirigió hacia allí y de inmediato halló a los participantes, sentados en sillas distribuidas en ronda. Una mujer de unos sesenta años lo recibió con una mirada cálida y lo invitó a sentarse. Era la coordinadora, quien aún no había abierto formalmente la reunión, a la espera de la llegada de más gente. El reloj señalaba las 8 pasadas. Pablo se acomodó en una silla y aguardó, mientras, procurando disimular los nervios, estudiaba en silencio el inédito panorama. Unos instantes después, habiendo ya ingresado algunos de los retrasados, la coordinadora, amablemente, procedió a dar por comenzada la sesión.

Muchos años después, escribió:

DE LA CONDENA A LA SALVACIÓN

De que la humanidad está autodestruyéndose hay grandes evidencias. El mundo va de mal en peor. El hombre fracasa como especie y lleva a la ruina al planeta entero. Podrán decir que los culpables son estos políticos. Pero antes hubo otros. Y antes, otros. Si hay culpables, todos fueron. Y todos somos. Si bien no todos gobernamos la tierra, en cada persona anidan todos los males –codicia, egoísmo, mentira- que nos llevan a la autodestrucción. Por sí mismo, el hombre no podrá salvarse de su fracaso. El único que puede rescatarlo, es quien lo creó: Dios. La humanidad, como él predijo, no tiene remedio. Pero sí podemos ser rescatados en forma personal. ¿Cómo? Reconociendo nuestra triste situación y aceptando a quien el Padre nos envió como Salvador. A Yeshúa, que con su muerte pagó por pecados que son nuestros y que con su resurrección, permite que eludan la condenación eterna aquellos que así lo crean.

Yo sé que mi redentor vive, y que al final triunfará sobre la muerte. Job 19:25.

UNA INSTITUCIÓN DESPRESTIGIADA

“¿Casarme, tener hijos, armar una familia? No, gracias, eso es demasiado para mí, yo quiero otra cosa para mi vida…” Pensamientos cómo este, están a la moda en estos tiempos, donde predomina lo individual ante todo. Sin embargo, también es muy probable que una gran sensación de vacío se apodere de nosotros cuando eliminemos o posterguemos un objetivo de tanta importancia. Es que en la creación de Dios, la institución de la familia es fundamental para llevar adelante su plan de amor y de paz. Quien apostó a la familia, no haciéndole caso al desprestigio que tiene en la sociedad de hoy, seguramente no se arrepintió. Apostemos por ella. Nadie dijo que será sencillo. Pero el Señor es especialista en respaldarnos para que podamos lograr los emprendimientos que más nos cuestan. Si lo consideramos nuestro aliado, tampoco en esta cuestión tan importante nos defraudará.

Cree en el Señor Jesús  (Yeshúa); así tú y tu familia serán salvos —le contestaron. Hechos 16:31.

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