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Pablo aceptó la sugerencia de aquella terapeuta a la que sólo había consultado durante dos sesiones. Ella se había declarado “incompetente” y le recomendó que viera a un psiquiatra. Por más que su estado anímico no era para nada bueno, él jamás pensó que tuviera que utilizar una medicación para salir adelante. De todos modos, resolvió ir a ver al profesional que le había anotado la psicoanalista.

La visita no se prolongó demasiado en el tiempo. Pablo no quería demorarse. Muy pronto, concertó una cita y en el momento acordado, se presentó. Entró al consultorio del psiquiatra con una mezcla de miedo e inseguridad, pero, para su sorpresa, salió reconfortado, porque si bien no había superado su angustia de base, la justeza con la cual el médico le dio el diagnóstico, le permitió irse con una cuota de optimismo impensada menos de una hora antes. Pablo relató resumidamente sus problemas: separación de su novia, autoestima muy baja… El experimentado psiquiatra comprendió de inmediato la situación del paciente y en la devolución, supo expresarla fácilmente, en dos o tres líneas. Sí, estaban en la misma sintonía. “A vos te pasó tal cosa con fulanita, y ahora estás bajoneado por tal otra”, le explicó, figurativamente. Todo eso que en su atormentada mente aparecía tan confuso y enmarañado, el doctor había logrado clarificarlo mediante una sencilla frase. Gracias a esto, Pablo dedujo –y eso lo tranquilizó- que su problemática era mucho más común de lo que él creía. El profesional sostuvo la posibilidad de recetarle una medicación que lo ayudase a revertir su estado, pero después de la sesión, él decidió que no sería necesario. ¿Por qué? Por un lado, tal vez asociando erróneamente -en su ignorancia- psiquiatría con locura, temía ingerir una medicina aplicada a lo cerebral. Por otro, el incipiente envión anímico que lo invadió al salir de la consulta, le hizo ver que podía estar mejor sin tener que recurrir a ninguna ingesta. Nunca más volvió a ver a aquel doctor. De su cara y su apellido se olvidó rápidamente, aunque la claridad de conceptos que le transmitió durante la fugaz visita, sí permaneció alojada de manera firme en su memoria.

Descartada la ayuda psiquiátrica, Pablo sabía que por delante, lo esperaba un gran desafío: tratar de asomar la cabeza tras el duro golpe que significó la ruptura del primer noviazgo de su vida.

Muchos años después, escribió: “¿Me lo traducís?”

La palabra de Dios nos llega a través de las Escrituras, pero muchas veces su interpretación se complica por razones que son más importantes de lo que parece. Es que el lenguaje en el que fue escrita la Biblia, el antiguo hebreo, en reiteradas ocasiones no tiene una traducción exacta en otras lenguas. Con el griego -el idioma de la Biblia en el Pacto Renovado-, ocurre algo similar. Los traductores no tuvieron pocas dificultades ante la situación… Y el resultado son palabras que no siempre se ajustan al significado que le damos hoy en determinados lugares del mundo.

Por ejemplo, un célebre proverbio del rey Salomón, dice: “El principio de la sabiduría es el temor del Señor, y el conocimiento del Santo es inteligencia”(Proverbios 9:10). Cuando aquí leemos “temor” lo asociamos con “miedo”. Entonces es factible que esta frase nos sorprenda para mal, y sea una barrera que nos aleje de Dios. Para colmo este vocablo se repite con el mismo sentido, constantemente en la Biblia. Aquí la traducción correcta para “temor” no sería miedo sino “respeto reverencial”.

Hay otros pasajes dónde sí a este término se le puede aplicar el sinónimo que nuestra mente devuelve automáticamente. El apóstol Juan dice: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor…”(1 Juan 4:12a). Esto significa que si uno ama a Dios verdaderamente, no tiene por qué vivir atormentado por el miedo.

Lo que ocurre con esta palabra, temor, se puede trasladar a cuantiosos pasajes de las Escrituras. Entre tantas razones, las traducciones, en vez de ser un instrumento útil, si uno no está prevenido pueden ser un obstáculo que nos impida comprender el amor de nuestro Creador hacia la humanidad. Por eso, quienes deseen entender mejor la esencia de Su mensaje, no deberían quedarse con una lectura superficial o con pasajes sueltos de la Palabra. El que en cambio, la estudie con detenimiento, encontrará en su real magnitud el apasionante mensaje de amor y salvación que Dios nos ha hecho llegar.

Un sustento bíblico:

Dichosos todos los que temen al Señor, los que van por sus caminos. Salmos 128.1.

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