Algunas semanas después del inicio del ciclo lectivo, se llevó a cabo una reunión de padres de tercer año, un tradicional encuentro en el cual los profesores solían dialogar con los familiares más cercanos de sus alumnos, y los ponían al tanto de sus progresos y/o dificultades en el colegio. Su papá acudió a la cita. Al regresar trajo noticias importantes. Durante una charla individual, la profesora de biología –que había sido designada como tutora del curso- le comentó que a Pablo lo estaban afectando las “malas compañías”. Esta era la frase utilizada por su papá, aunque dudoso es que también haya sido expresada por la profesora en forma literal. Estaba referida a la relación tan estrecha que mantenía con Damián, pero no porque su compañero de banco tuviese mala conducta, sino porque –según dio a entender la docente- el hecho de compartir la ubicación en el aula generaba que los dos se distrajeran y no se enfocaran correctamente en el aprendizaje. En consecuencia, su rendimiento escolar había mermado.
Pablo tomó con sorpresa lo que su padre le comunicó. Lo que muy a pesar suyo sí esperaba, era que en la reunión saliera a la luz el bullying que venía padeciendo desde el año pasado, algo que él, por la vergüenza que eso le generaba, intentaba que nadie notara. Por lo tanto, sintió alivio al entender que la cuestión-bullying seguía oculta. Claro que en función de lo expresado por la profesora, había otro problema en puerta. La recomendación de que Damián y él se sentaran en lugares diferentes a fines de que ambos mejorasen en el estudio, llegó tanto para Pablo como para su compañero, ya que los allegados a Damián también fueron advertidos de la misma situación. El problema que Pablo avizoraba, era que la súbita ausencia de su “protector” favorecería el acercamiento del “Francés”. Tras la partida del colegio de los dos alumnos que habían repetido, este chico, era prácticamente el único que seguía acosándolo, aunque la constancia y la intensidad con que lo hacía, eran factores que generaban en Pablo un nivel de angustia muy similar al de épocas anteriores.
Muchos años después, escribió: “El paso del tiempo”.
Nos pasa en un cumpleaños, en el inicio de un nuevo año, en el comienzo de las clases… “Qué rápido que transcurre el tiempo…”, nos asombramos. Además, es como que pretendemos permanecer en el día de hoy e impedir que los años se nos sigan escapando de las manos. Muchas veces, esto de aferrarnos al presente se da porque sabemos que la vida es limitada y que en algún momento, se va a terminar. No nos gustaría que eso pase porque desconocemos lo que hay después de la muerte y aunque no nos esté yendo bien, esta vida es la que conocemos.
Sin embargo, la buena noticia es más allá de lo terrenal, existe algo infinitamente más grande que los 80, 90 o 100 años que vamos a vivir en este mundo. Si bien nuestro Creador no lo explica con detalles, en Su Palabra señala que a Su lado, en la eternidad, tendremos una vida mejor. Allí no habrá pecado, por lo que tampoco estarán presentes los dramas y tragedias que por culpa de él, viene soportando este planeta.
El Señor así lo dijo y Él no es un ser humano para mentir, por lo tanto, cumple lo que promete. La muerte redentora de Yeshúa (Jesús) ha logrado que al aceptar esta obra, ya libres de pecado, podamos acceder a esa vida eterna, lejos del odio, la corrupción y la maldad que reinan en este mundo.
Tratemos de disfrutar nuestro presente, sin sufrir por el paso de los años… Para quienes por fe confían en Él, Dios tiene preparada una vida en abundancia en la tierra y una existencia inmejorable en Su morada celestial.
Un sustento bíblico:
De hecho, sabemos que, si esta tienda de campaña en que vivimos se deshace, tenemos de Dios un edificio, una casa eterna en el cielo, no construida por manos humanas. 2 Corintios 5:1.