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El receso estival iba terminando. Marzo era sinónimo de regreso a clases. La llegada de este mes, significaba que también era inminente lo que Pablo deseaba que no ocurriera nunca: tener que volver al colegio. La alegría de diciembre había quedado muy lejos. No obstante, aún con la presencia del miedo y la angustia recrudeciendo en su interior, asumió su responsabilidad y se preparó para el retorno.

Unos días antes del inicio formal del ciclo lectivo, era necesario concurrir al establecimiento escolar para cumplir con un breve trámite administrativo de rutina, algo así como una reinscripción que se llevaba a cabo en una oficina próxima a la secretaría. Aquella mañana, mientras se acercaba al colegio, el corazón de Pablo latía con más intensidad que lo acostumbrado. Mucho temía encontrarse con los compañeros que lo hostigaban y que, ya antes del primer día de clases, el bullying se reiniciara. Sin embargo, algo totalmente inesperado aconteció…

En el hall de entrada había una fila que desembocaba en la oficina en la que los estudiantes debían realizar el trámite. Durante la espera, Pablo no divisó a ninguna de las personas a las cuales no quería encontrar. En cambio, sí vio a una compañera de su curso, que le dijo que dos de los chicos que tanto lo habían maltratado en segundo año, en tercero ya no estarían. Sí, habían repetido. Los estudiantes que después de los exámenes de marzo, no lograban aprobar las materias –con excepción de dos, como límite- debían cursar nuevamente el ciclo lectivo anterior. Y esto era lo sucedido no solo con estos dos muchachos, sino también, con algunas chicas más. Por supuesto, que a Pablo lo que más le importaba, era lo relacionado a quienes lo molestaban. Tomó esta novedad con una mezcla de asombro –porque no eran malos alumnos- y euforia. Coincidentemente, se trataba de los dos contra los cuales se había “sublevado” aquella mañana del año anterior, en una reacción que efímeramente solucionó el problema, pero que Pablo no consiguió sostener más allá de ese día puntual. Ahora, ellos, ya no estaban. ¿Qué pasaría, pues, en el período que se avecinaba? Muy pronto tendría la posibilidad de averiguarlo… Y de vivirlo.

Muchos años después, escribió: “Libres o esclavos”.

En esta época, mucho se hace hincapié en la libertad. La gente quiere ser libre. Que no le impongan ideas ni modos de vivir. Y está muy bien. La libertad es un derecho que todos queremos tener y utilizar. Pero al mismo tiempo, para ser libres, deberíamos identificar qué o quién es el que pretende apresarnos. O sea, ¿liberarnos con respecto a qué? ¿O a quién?

De acuerdo a lo que nuestro Creador nos dice, al venir al mundo el pecado es el que nos hace cautivos. Nos esclaviza de un modo tal que por lo general es muy difícil darnos cuenta, porque pecados como la codicia, el egoísmo, la infidelidad, la falta de amor al prójimo, etc, se han vuelto tan frecuentes que parecen normales. Sin embargo, para los ojos de Dios, siguen siendo pecados desde el comienzo del mundo.

Esta es la “prisión” de la cual con mayor urgencia deberíamos liberarnos: el pecado. Podemos aspirar a ser libres de muchas cosas. Y es válido. Pero si no identificamos al pecado y no nos liberamos de él, no podremos gozar de las bendiciones que el Señor quiere darnos en la tierra ni tener una morada celestial junto a Él una vez que nos vayamos de ella, pues al Cielo, no hay pecado que consiga ingresar.

El problema no tenía remedio, dada nuestra condición de pecadores perdidos. Pero Dios ha ofrecido la solución y que podamos romper esas cadenas, gracias a la muerte expiatoria de Su Hijo Yeshúa (Jesús). Él llevó a la cruz nuestros pecados, logrando liberar a todos los que así lo aceptan y creen en Su obra redentora.

Busquemos nuestra libertad, sí, pero no olvidemos que mientras en apariencia nos hayamos librado de una incómoda prisión, podríamos seguir esclavizados en la peor cárcel, la del pecado, que es la que puede mantenernos cautivos por toda la eternidad.

Un sustento bíblico:

Así que, si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres. Juan 8:36.

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