[alert style=»red»]Un periodista de BACN sufrió esta experiencia, lamentablemente, muy común en los tiempos que corren. Y quiso compartirla con nuestros lectores. [/alert]
Por Beto Kempo
De repente, el sueño profundo quedó boicoteado por una campanilla de teléfono. Era el fijo. El de casa. Sonó una, dos, tres veces. Cuando pude darme cuenta de lo que pasaba, me levanté como un rayo de la cama. Corrí hasta el comedor a atender. Instintivamente, miré la hora en el reloj de la pared. Las cuatro de la mañana. No suele sonar el teléfono a esa hora. Y si suena, lo más probable es que no sea por nada agradable. En una milésima de segundo, la angustia amenazó con apoderarse de mi humanidad entera. En el mismo momento, levanté el tubo y alcancé a balbucear un tembloroso «hola…» con la garganta reseca. Del otro lado de la línea, una voz de mujer desesperada me sacudió más que un recto a la mandíbula: «Papá, papá… Por favor despertate. Tuve un problema…»
El corazón me galopaba fuertemente. Creo que inmerso en esa horrible mezcla de silencio nocturno y confusión, volví a mencionar un nuevo «hola». Y otra vez la chica, sollozando, repitió: «Papá, dale, despabilate, tuve un problema». La espantosa sensación no desapareció. Pero empezaba a comprender… Recobrando un poco de lucidez recordé algo de lo que se viene hablando bastante seguido: secuestros virtuales. Llaman a tu casa y dicen que tienen secuestrado a un familiar. O bien, hay alguien que se hace pasar por él. Si pisás el palito, desesperado, serás capaz de manotear toda la plata que tengas para ir a dejarla en el lugar que te indiquen. Recién después te darás cuenta que todo no era más que una burda trampa para despojar a los desprevenidos de sus ahorros caseros.
El tema tuvo cierta repercusión en los últimos meses. Mucha gente lo sufrió en carne propia. Y ahora, sí, me tocaba a mí. Pero antes de que la conversación siguiera y el presunto secuestrador pretendiera tomar el teléfono para avanzar con la farsa, corté. El susto, no obstante, tardó un rato largo en disiparse. De todas maneras, de algo sirvió el llamado. Las cuatro de la mañana era exactamente la hora en que debía despertarme para darle un antibiótico a mi hija, que estaba con anginas. Ella dormía plácidamente en su cama. Parecía una absurda ironía del destino. Una desopilante caricatura de la realidad.