Mediodía de un sábado invernal, fresco, pero muy soleado. En la plaza del barrio, una pareja de ancianos intenta aprovechar al máximo el día luminoso. Sentados en un banco, se ponen de frente al sol. Luego, de espaldas. Tienen cerca de ochenta años. La mujer saca su teléfono celular. Segundos después, se escucha claramente: “Hola nena, acá estamos, con papá, en la plaza”. Por cierto, es un tierno diálogo con su hija. Rato más tarde, ambos siguen allí, disfrutando de un calorcito que no abunda en esta época del año. Ahora, charlan con una señora que pasea con su perrito.
La pareja se levanta. Se vuelven, probablemente, a su casa. Pero antes, entablan una nueva conversación con un chico y una chica que tratan de entender la utilidad de un extraño aparato situado en un extremo del predio. “Sirve para tomar agua, pero todavía no funciona”, informa él, con amabilidad y predisposición para evacuar las dudas de los veinteañeros.
A primera vista, daba la impresión de que el matrimonio no la estaba pasando bien. Es que uno tiene tanto prejuicio acumulado…. Si se piensa en ancianos en el banco de una plaza, por acto reflejo, en la mente a veces se entrometen conceptos que uno tiene muy incorporados, como enfermedad, dolor, soledad, hijos que no dan bolilla, jubilación que no alcanza… Quizás, esta pareja no estaba exenta de padecer algo de eso. Sin embargo, su actitud positiva, optimista, llamaba la atención, sorprendía, y para bien.
La lástima que por culpa de esos prejuicios, aquellos ancianos me había transmitido en un primer momento, al contemplarlos por espacio de unos minutos, desapareció, transformándose en un sentimiento mucho más agradable, en función del amor que se desprendía de sus actos (amor de marido y mujer, además) y de la bondad con la que se vinculaban con el prójimo.
¿Qué conclusiones me dejó esta pequeña escena al aire libre? Una enseñanza: los prejuicios no sirven para nada. Y un anhelo: qué lindo sería llegar así a viejo.