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ANÉCDOTAS EN LA ESCUELA DEL CÍRCULO DE PERIODISTAS DEPORTIVOS.

Fulbito en el centro porteño.

El primer año llegaba a su fin. Con el ciclo lectivo a punto de culminar -si bien aún faltaban dos años más para terminar la carrera- el clima en el curso era mucho más distendido que allá por abril. Corría octubre del ‘90, cuando eso quedó corroborado con un suceso muy particular. Una hora libre, probablemente por ausencia de un profesor, dio lugar a que un numeroso grupo de alumnos saliera de la Escuela, con destino a la plaza Rodríguez Peña, un amplio espacio verde ubicado en la manzana delimitada por la Avenida Callao, Marcelo T. de Alvear, Paraguay y Rodríguez Peña. Unas tres cuadras nos separaban de ella, y hacia allí nos dirigimos, con el propósito de jugar al fútbol.
No recuerdo de dónde salió la pelota, pero lo real, es que en el atardecer de ese día laborable, un importante sector de la plaza se pobló de estudiantes de periodismo, que, divididos en dos bandos, concretamos la inusual idea de un “fulbito” vespertino. Para diferenciar los equipos se implementó un método tan usado como efectivo: remera y cuero. Casi con seguridad, puedo afirmar que los arcos se construyeron mediante un viejo recurso, que no era otro que el de la ropa apilada. De pronto, las gambetas, el griterío y el festejo de los goles predominaron en medio de una escena compartida con gente que iba o volvía de trabajar, vecinos que atravesaban la plaza con sus mascotas o estudiantes de establecimientos cercanos.
De la memoria se me han escapado detalles como el resultado del desafío y los integrantes de cada equipo. Lo que sí recuerdo fehacientemente, es que uno de los futbolistas, de apellido Ratto, dio la nota de jugar descalzo, y en short, pues debajo de sus pantalones largos, tenía puesto uno corto. Este compañero, aparentemente, no tuvo ningún problema en soportar las incomodidades de un piso duro, desparejo y casi carente de césped. Incluso, creo que algunos sectores de la improvisada cancha tenían pequeñas piedritas de color ladrillo. Otro hecho saliente a propósito de Ratto, es que vivía en Merlo, y desde ese lejano punto del oeste del conurbano, viajaba en forma cotidiana hacia el centro porteño, aunque solo cursó el primer año, ya que en 1991, no continuó en la Escuela.
Después del picado informal, emprendimos el regreso. Desde luego, no eran las condiciones ideales para afrontar el resto de la jornada. La excitación y la transpiración, como producto del calor y la actividad física, se habían convertido en elementos poco compatibles con las horas de clase que nos aguardaban en el Salón Versalles.

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