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LA ERA DE LAS COMUNICACIONES (II).

En relación a lo que había sido la década del Ochenta en materia de comunicaciones, los años Noventa parecían muy adelantados. Sin embargo, si se comparan aquellos tiempos con los actuales, una mezcla de risa y asombro podría ser el resultado. A la distancia, estos recuerdos permiten elaborar pintorescas anécdotas de cómo nos manejábamos los jóvenes periodistas de Esto es El Ascenso, utilizando una tecnología que era de avanzada para esos momentos, pero que se escurrieron como agua entre los dedos.

Mis coberturas de partidos, implicaban una importante tarea de producción, teniendo en cuenta los elementos que llevaba a la cancha. En mi mochila solía cargar la libreta y una lapicera para realizar anotaciones, una radio con auriculares para escuchar las transmisiones futbolísticas, una cámara fotográfica “de rollo” con el objetivo de retratar hechos y personajes de la jornada futbolera y, por último, un teléfono… Y pensar que estos cuatro elementos de trabajo, hoy podrían estar concentrados en uno solo…

Los dos aparatos mencionados al final del listado (teléfono y máquina de fotos), ameritan una descripción aparte.

En la actualidad, la cámara de fotos analógica –es decir, la que viene con un rollo o carrete que se revela una vez consumida una capacidad que puede ser de 12, 24 o 36 fotos- está vista como una verdadera antigüedad, o bien es utilizada por tradicionalistas que la siguen eligiendo pese a las ventajas de las cámaras digitales. En la década del Noventa yo solía manejarme con este aparato. Por ende, uno de los cuidados más  importantes, era el hecho de que estuviera cargada, o sea, que contara con rollo y que éste no estuviera a punto de quedar con su capacidad completa. Para esto, previamente al partido, era necesario concurrir a una casa de fotografía a comprar el adminículo. Como luego había que insertarlo en la máquina, podía suceder que, ante un error en la maniobra, éste no quedara puesto del modo correcto (a pesar de que la diferencia era casi imperceptible). En consecuencia, al llevar más adelante el rollo a revelar uno podía toparse con la desagradable sorpresa, de que ninguna foto había salido. Para no correr este riesgo, lo que hacía, era pedirle a quien me atendía en el negocio, que colocara el rollo dentro de la máquina. Esta, en mi caso, era un aparato muy sencillo. Distaba mucho de ser una cámara de las que utilizaban los profesionales del rubro, aunque a través de los años, me permitió tomar muchísimas buenas fotos de estadios, jugadores, técnicos y personajes del fútbol en general.

A propósito del teléfono celular, era un artefacto de color gris de unos 20 centímetros de largo, 8 de ancho y 5 de espesor, de la desaparecida empresa Movicom. Tenía una especie de tapita que se abría mientras uno hablaba y, también manualmente, se cerraba al término de la conversación. Tenía una antena negra, que aparentemente, servía para que la comunicación fuera más nítida. El ringtone era uno solo, y se asemejaba mucho a la campanilla que sonaba en los teléfonos fijos. La batería se adosaba al teléfono manualmente y se cargaba en forma independiente, colocándola en una caja que se enchufaba a la corriente eléctrica. La memoria interna, permitía que se agendaran 20 números como máximo. Al principio, no existía el call ID: al recibir un llamado, el dueño del celular no sabía quién estaba del lado opuesto de la línea. En los inicios, el dueño era el que pagaba todos los llamados, también los entrantes. Y, por supuesto, todavía no existían los mensajes de texto (mucho menos los whatsapp), que llegarían recién a principios de la década de 2000. Hoy, parece increíble que un teléfono tenga teclas físicas en lugar del tan acostumbrado “touch”, el cual se volvería masivo a fines de esa misma década. Pero así era: para marcar un número había que apretar botones, al igual que para efectuar o aceptar una llamada.

En cierta ocasión, en 1997, fui a hacerle una nota a Sergio Batista, quien en el tramo final de su carrera, jugaba para All Boys. Luego de hablar con el famoso número cinco –al cual entrevisté en la puerta del estadio de Floresta, al finalizar un entrenamiento matutino- volvía hacia mi casa en colectivo. Iba yo sentado en la fila de asientos dobles, cerca de la puerta trasera, cuando el teléfono comenzó a sonar dentro de mi mochila. Era una auténtica rareza que esto sucediera, ya que muy poca gente tenía celular. Por el costo de los aparatos y por el precio de las comunicaciones, para la mayoría de las personas, constituía todavía un elemento de lujo, prohibitivo para los bolsillos del ciudadano de a pie. Si nosotros en la revista teníamos dos, era por un convenio de prensa gracias al cual prácticamente no pagábamos nada. Volviendo a la anécdota, mientras, a las apuradas sacaba el aparato de la mochila y me disponía a contestar, oí como unos chicos, quizás de colegio secundario, se reían. Y hasta creo que alguien, en tono burlón, preguntó: «¿Hola?»… Es que como decía líneas arriba, recibir una comunicación telefónica en un colectivo resultaba tan extraño que hasta provocaba risas. En función de la vergüenza que sentí por la atípica situación, resolví bajarme inmediatamente del vehículo y hablar tranquilo desde la vereda. La que me llamaba era mi novia del momento, que no es otra que mi actual esposa. Ella me llamó a una línea que, pese a que Movicom no existe más, es la misma que sigue estando a mi nombre hoy en día.

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