
Uno de los viajes de mayor duración que me tocó realizar, y donde más distancia me vi obligado a recorrer, tuvo lugar en la mañana del 13 de marzo de este año. Al observar el lector la fecha, tal vez caiga enseguida en la cuenta de la situación en la que estaban la Argentina y el mundo en este momento. El Coronavirus iniciado unos meses atrás en China, velozmente se propagó por el globo terráqueo y entre tantos países afectados, el nuestro también terminó por ser víctima de su llegada.
El Gobierno reconocía los primeros infectados, al tiempo que recomendaba no participar de aglomeraciones para evitar la propagación de la pandemia y preparaba un paquete de medidas más duras, a los efectos de impedir que la ciudadanía saliera de sus casas de no mediar una causa urgente. Aquel viernes, la preocupación, la ansiedad, el miedo, la incertidumbre, se alojaban entre la gente de una manera muy poco frecuente.
En ese contexto, debí trasladarme hasta el centro porteño -proximidades de Plaza de Mayo, más precisamente- para efectuar un trámite de índole personal. Lo más aconsejable en circunstancias normales, hubiera sido ir en subte. Un trayecto seguro, tranquilo, y de no más de media hora de duración, a lo mejor me hubiera permitido estar rápidamente en el lugar deseado. Pero no. ¿Sería capaz de tomar esa formación en la que los usuarios suelen viajar en condiciones poco aconsejables, corriendo un riesgo innecesario? Después de pensarlo un rato, resolví no hacerlo. La opción del colectivo me pareció poco viable. Acudí, entonces, al encuentro de una inseparable amiga: la bicicleta.
La determinación tenía sus puntos en contra. El más contundente, era la duración el viaje, que sabía, me insumiría cerca de una hora. Y no hubiera sido ese un factor gravitante, de no ser que para esa jornada, la temperatura máxima pronosticada era de 33 grados centígrados. Como frutilla del postre, habría que añadir el hecho de que tenía yo que llevar una pesada mochila en mis espaldas. Ese conjunto de desventajas logró desanimarme, aunque no ejerció el contrapeso suficiente como para que eligiera el subterráneo y no la bicicleta.
Antes de emprender el periplo, me encargué de visualizar un mapa de ciclovías, con la meta de mantenerme sobre ellas la mayor parte del recorrido posible. Cuando me largué a las calles de la Ciudad, las sentí, tristemente, diferentes. Como si el impacto del Coronavirus hubiera calado hondo entre las personas, las percibí asustadas, nerviosas, apuradas. Tal vez, era yo mismo el que estaba haciendo que mis propios temores se reflejaran sobre peatones, automovilistas, ciclistas… Sin embargo, ver tantas habitantes de la Ciudad con barbijos, ya no era producto de mi imaginación. Tampoco, oír al paso tantos diálogos sobre la cuestión Coronavirus.
Llegué a destino sin contratiempos y más pronto de lo previsto. Terminado el trámite, me dispuse a efectuar la segunda mitad del trayecto, la más difícil –la del regreso-, como consecuencia del cansancio y del calor, que iban en aumento. Pese a todo, aquí también todo aconteció de manera más que normal. Dos días después, el presidente Alberto Fernández anunciaba medidas drásticas, como la suspensión de las clases en las escuelas. Una semana más tarde, la cuarentena se transformaba en un decreto que alcanzaba a la gran mayoría de los argentinos.