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Las complicaciones a las que se expone un ciclista son múltiples. Quienes circulan por las calles de la ciudad gozan de privilegios muy valorados, pero también suelen enfrentarse a inoportunos contratiempos. La pinchadura de una cubierta está entre las más frecuentes y la lluvia es uno de los fenómenos de la naturaleza con el que un ciclista no desearía toparse. Cada situación de las mencionadas, es merecedora de uno o más capítulos exclusivos.

Con menor asiduidad pueden llegar a surgir más problemas, sobre todo, de índole mecánico. En lo personal, un par de veces debí lidiar con un conflicto que si bien no dejó mi rodado inutilizable, hizo que demorara considerablemente mi llegada a destino: la rotura de uno de los pedales. En realidad, para decirlo con más precisión, una vez fue el pedal – la parte en la que se apoya el pie- y en la otra oportunidad, lo que se quebró fue la biela, que es el mango que sale de la parte central de la bicicleta y constituye la base del pedal.

No recuerdo el momento exacto en que se produjo el primer incidente, pero sí el segundo: en una pendiente que tenía la avenida Dorrego, haciendo fuerza para ir hacia adelante, la biela, literalmente, se quebró. La guardé entonces en la mochila que llevaba y más tarde, cuando pude acercarme a una bicicletería, entregué el elemento roto. En función de la reparación, de nada sirvió.

Si bien la biela y el pedal no son la misma cosa, las consecuencias que traen al romperse son similares. Como primera opción el usuario debe bajarse del rodado y caminar, o bien, hacer el intento de subirse y tratar de andar con un solo pie. En mi caso, en las dos ocasiones que sufrí este percance, opté por la segunda, porque a pesar del esfuerzo que demandaba semejante modo de conducir una bicicleta, deduje que me permitiría arribar a destino más rápido que a pie. En efecto, así sucedió. Pero, como se preveía, no resultó nada sencillo viajar utilizando esta rara modalidad.

La noche que me sorprendió la rotura del pedal, debí recorrer aproximadamente cuatro kilómetros por las calles porteñas. Una distancia que solía desandar en media hora, me insumió poco menos del doble. Cuando lo que se rompió fue la biela, la distancia no era tan larga, aunque igual, me incliné por hacer el trayecto encima de la bicicleta, procurando dar el mayor impulso posible a la hora de presionar el único pedal sano, para después hacer una incómoda maniobra con el pie a fin de restablecer el pedal –cuando éste quedaba abajo- en su punto de partida y así volver a empezar… Una, diez, cien… ¿mil veces? Procedimiento agotador, y tan extraño como el propósito de buscar, inconscientemente, pedalear con el pie inutilizado, y no poder hacerlo, por la sencilla razón de que el pedal ya ha dejado de estar en su lugar.

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