
Roberto Castro, un personaje notablemente identificado con Villa Malcolm.
Cada club tiene el suyo. En numerosas entidades de barrio existe un “Roberto”. Por supuesto, se trata de un simbolismo. Porque si bien así se llama nuestro entrevistado, aunque no necesariamente con el mismo nombre, sus cualidades de hombre-orquesta, podrían hallarse en cada sede a través de uno de ellos.
En Villa Malcolm, Roberto Castro siempre está. De muy chico, comenzó a jugar en el baby fútbol. En la adolescencia pasó a cancha grande de River, pero nunca olvidó sus raíces. Hasta que hace 30 años y ya retirado, regresó con el buzo de DT. Pero eso no es todo: en 1992, los caminos quedaron fuertemente fusionados, como consecuencia de que Villa Malcolm se convirtió, literalmente, en la casa de Roberto, quien más allá de continuar dirigiendo las categorías infantiles, trabaja en la cocina del buffet y -si bien no lo es- se ocupa de los asuntos propios de un casero.
“En el 87 me llamó el presidente, Antonio Femia, para armar las categorías e iniciar la competencia”, recuerda Roberto. “Había una docena de chicos y empezamos a trabajar con Francis Barone, un gran amigo que jugó en Atlanta en cancha de once. Armamos la escuelita y al segundo o tercer año nos inscribimos en Fafi, uno de los mejores campeonato que hay”.
En la actualidad, Francis continúa en la institución, aunque se dedicó a formar el futsal. “Arrancó en la C y ya están en primera división”, cuenta Roberto, que después de River, también actuó en Atlanta y en Santiago del Estero. Su historia como futbolista, es común a la de tantos: quienes lo vieron jugar decían que era un crack, pero por esas cosas del fútbol y de la vida, se quedó en la antesala de la primera división. Sólo en Santiago, logró hacerlo, pero su equipo pronto de desintegró (“por un tema político”, comenta) y él colgó los botines.
Poco después, llegó la propuesta de volver a Villa Malcolm en carácter de técnico. “Este es un club con mucha tradición en el baby. Acá arrancaron, por ejemplo, el Chavo Anzarda y Epifanio, otro muchacho que llegó a primera. Incluso el Cholo Simeone jugó un par de años. Ahora hay un chico que ya debutó en Ferro, Nico Gómez. Yo lo tuve desde los cuatro años y tiene un gran futuro”.
Le preguntamos si dirigió en algún otro lado y no deja margen para la duda: “No…. Me vinieron a buscar pero yo soy de acá, todo rojo, negro y blanco”. A continuación, explica cómo terminó viviendo en la sede de la avenida Córdoba: “Son esas cosas de la vida. Me separé y viste cómo es… Tenés que ayudar a los chicos, a tu ex, y no había manera de zafar. Si me alquilaba algo no me iba a alcanzar el dinero. Yo trabajaba en el subte y tuve que aceptar el retiro voluntario. Entonces el presidente me dijo: ‘Ya que tenés problemas, te ofrecemos una piecita y te dedicás a esto’. Antes vivía en Seguí y Salguero. ¿Si soy el casero o el intendente? No diría tanto, porque hay y hubo gente que cumplió esa función. Eso sí, yo soy como si fuera una columna del club. Malcolm es un pedazo mío y espero seguir así muchos años más”.
Roberto cuenta cómo es un día de su vida: “Me levanto, recibo la mercadería… Además el club ceda las instalaciones a colegios de la zona y yo controlo esa parte. A la tarde me dedico a la cocina: hago comidas para el buffet y las dejo preparadas para la noche, ya que todos los días hay tango. Cocino minutas, tartas, empandas, pizza, comidas rápidas. Me encanta esto. El tango va como hasta las dos de la mañana. Pero ahí yo ya me voy para los cuarteles de invierno. Se hace muy tarde”, bromea.
La formación de jugadores, su otra gran pasión, por el momento ha sufrido un obligado paréntesis, por razones de salud. “Tengo una gran afinidad con los pibes, se me pegan mucho. Trato de no ir a las prácticas ni a las jornadas porque te agarra esa adrenalina de querer gritar y no podés, pero creo que en un par de meses, cuando me cure de un problema circulatorio que tengo, voy a volver”.