PORTEÑOS PSICOANALIZADOS

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“Yo… no tengo personalidad”. En un tono de voz bajo, pero con entereza, Pablo inició de esta manera la conversación con su padre. La frase que salió de sus labios forzada, y revestida de una cuota de vergüenza, actuó como disparadora de un diálogo que quizás tenía que haber ocurrido mucho antes, pero que finalmente –mejor tarde que nunca- se concretaba. El papá quiso saber todo. Y Pablo le contó que varios compañeros de clase lo molestaban en la escuela. No lo hizo con lujo de detalles, pero su resumido relato bastó para que el padre tuviera un panorama preciso, para que supiera que no era un problema pasajero ni una preocupación menor. Una vez que lo escuchó, se ofreció a ir a hablar al colegio. La negativa de su hijo fue rotunda. Sin embargo, entregó este consejo basado en su propia experiencia: “Vas a tener que reaccionar“. Su recomendación estaba respaldada por una vivencia similar, que narró mediante palabras así: “Cuando yo tenía más o menos tu edad, unos chicos del pueblo en el que vivía no paraban de molestarme. Como la cosa ya era insostenible, un día le di tal trompada a uno que nunca más se metieron conmigo”. El padre no estaba sugiriendo que literalmente golpeara a alguien, pero sí, que de una u otra forma, se plantara con firmeza ante un nuevo caso de atropello, que pusiera un límite, que no se dejara llevar por delante.

Pablo comprendió el consejo. Tenía cierta lógica, pero le pareció muy difícil pasar de la teoría a la práctica. ¿Cómo haría para reaccionar? De haber sido natural para él, seguramente lo habría hecho varios meses atrás. Aquella trompada que pegó su papá le había brotado de las entrañas. Pero Pablo, si bien ansiaba que se acabara el acoso que sufría, nunca sintió que le hirviera la sangre y que ello lo llevara a actuar física o verbalmente contra quienes lo hostigaban. De todos modos, una vez finalizada la traumática charla, concluyó que algo debía hacer: ya no podía quedarse de brazos cruzados.

Mucho tiempo después, escribió: “La pregunta del millón”.

Una pregunta que se formulan muchas personas, dice más o menos esto: “¿Por qué hay gente que no cree en Dios y las cosas le van bien… y por qué hay creyentes a los que les va mal?”. Esta reflexión tiene cierta lógica desde el punto de vista humano: hay personas apartadas de la fe a quienes no les importa hacer lo que Dios manda, sin embargo, la vida parece sonreírles, en temas como los negocios, la salud, la familia, etc… Al mismo tiempo, están los que a pesar de su condición de creyentes y de que tratan de acatar la voluntad de nuestro Señor, no logran salir de sus dificultades.

A partir de las dos primeras preguntas, surge otra muy común: ¿Y entonces, de qué sirve respetar lo que Él nos ordena, si a los que no le hacen caso nada malo les ocurre?

Estas dudas existenciales no son exclusivas del presente. A lo largo de los siglos, interrogantes así dieron vueltas por la mente de más de un personaje bíblico. Y es en las Escrituras, donde también están las respuestas, que afirman que la justicia divina es perfecta, y que Él es soberano para aplicarla en el momento y el lugar que considera oportunos. La Palabra también deja en claro que Dios no puede ser burlado, y que por lo tanto, tarde o temprano las consecuencias de nuestra conducta se pagan, ya sea aquí en la tierra o cuando al partir, nos presentemos delante de Él.

Por eso, que nada ni nadie nos hagan pensar lo contrario. No dudemos en hacer lo correcto a los ojos de Dios. Pero que no sea por miedo al castigo, sino porque nos ama y si nos marcó un camino, es para nuestro bien y el de quienes nos rodean. 

Un sustento bíblico:

Porque Dios «pagará a cada uno según lo que merezcan sus obras». Romanos 2:6.

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