PORTEÑOS PSICOANALIZADOS

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Después del miedo que padeció a los ocho o nueve años, cuando su maestra de cuarto grado comentó que la picadura de la vinchuca transmitía una enfermedad mortal, Pablo no recordaba haberse sentido perturbado por motivos similares… lo que recién sucedió cuando tuvo unos 19 o 20 años. Y no es que no haya tenido ocasiones como para estra intranquilo. ¿Un ejemplo? En aquel lapso de más o menos una década, sucedió algo llamativo: a menudo, leyó o escuchó en los medios de comunicación, acerca de un mal “incurable”. Hoy no es más así, pero allá por la década del Ochenta, en reiteradas oportunidades el cáncer era mencionado de manera evasiva, sin que se dijera la palabra concreta. Si alguien conocido moría  a razón de esta causa, en la prensa oral y escrita, no era infrecuente que se informara que la persona falleció por  “una enfermedad incurable”. Pablo jamás sintió miedo ante tales palabras. Y eso, que su madre –y él lo sabía-, había fallecido de cáncer cuando él era apenas un bebé.

Pablo tendría aproximadamente 19 años cuando fue con su padre al ver al médico de la familia. Era momento de hacerse un chequeo general. En el consultorio, el doctor Valdés lo atendió y escribió las órdenes. Una tarde, su papá lo acompañó al Sanatorio Mitre con el objetivo de que se realizara los estudios. Permanecieron en el centro de salud al menos unas horas, cumpliendo con los diferentes pasos del chequeo planificado. En este caso, tampoco sintió el menor temor. Los resultados salieron bien, aunque Pablo nunca estuvo pendiente de ellos.

“Aquella vez no tuve miedo, ¿cómo puede ser?”. Años más tarde, recordó esta anécdota con una cuota de incredulidad. No podía enteder cómo a esa edad no le había tenido terror al resultado de un estudio médico. Claro, ya de adulto, la situación era muy diferente: cada vez que debía enfrentarse a un examen de este tipo, por más simple que fuera, el nerviosismo lo dominaba. El temor a que algo relacionado a su salud no estuviera bien, lo hacía temblar como una hoja.

Muchos años después, escribió: “Poner el miedo en el lugar adecuado”.

Si algo caracterizaba al rey David era su valentía. Sus hazañas en los combates frente a los enemigos de Israel abundan en las páginas de la Biblia. No obstante, este bravo guerrero que quizás a simple vista nada parecía temer, tenía miedos como todos los seres humanos. Y de acuerdo a lo que dejó por escrito, no se avergonzaba de eso. “Cuando siento miedo, pongo en ti mi confianza”, dijo, por ejemplo, en uno de sus Salmos (56:3).

A todos los que pasamos por este mundo nos acechan los miedos. Algunos los tienen por una causa, otros, por otra. Ni siquiera un audaz como David, estaba exento de sufrirlos. Esto nos debe dar ánimo para que cuando tengamos miedo, no nos sintamos inferiores a nadie y no tratemos de disimularlo, ni ante los demás ni internamente. En cambio, reconozcamos lo que nos pasa y así como hizo David, pongamos el problema en manos de aquel que mejor capacitado está para  ayudarnos a encontrar las soluciones a cada una de las dificultades que nos presenta esta vida. El Señor se complace en darnos Su auxilio, si lo que le pedimos es lo más conveniente para nosotros, y si ante todo, vamos en busca del amor y la salvación que nos tiene preparados.

Un sustento bíblico:

Depositen en él toda ansiedad, porque él cuida de ustedes. 1 Pedro 5:7.

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