
El carácter de Pablo, era más bien, tirando a lo introvertido. Él lo sabía. Hasta cierta instancia de su vida, procuró corregirlo, al considerarlo una falencia. Hubo épocas en que también trató de ocultar ese aspecto de su personalidad. La terapia que hizo con distintos profesionales, fue simultánea a muchos de esos momentos en que se sintió apesadumbrado por tener ese carácter. Pero progresivamente, adquirió una madurez que lo llevó a ya no querer combatir la timidez, sino a convivir con ella en un grado de armonía. Pese a que no sintió que ese fuera un estado ideal, el fuerte malestar que tenía por no poder modificar ese perfil, fue disminuyendo en intensidad. Un día, escuchó que alguien decía por televisión, que para estar en paz con uno mismo, los defectos hay que asumirlos, no ocultarlos. Le pareció un concepto básico, del que no obstante, él no había hecho uso en la medida de lo necesario.
Por otro lado, fue entendiendo que ser de pocas palabras, no le restaba valor a las personas, aunque en la práctica, el mundo considerara lo contrario. Esas conclusiones lo movilizaron para que se animara a escribir una nueva reflexión, a la que le dio este título: “Comprender que hablar más no es ser mejor”.
En el sistema en el que vivimos la gente de pocas palabras, por lo general, quizás no sea la más popular. Aquellos que son muy locuaces, es factible que se conviertan en centro de atención, mientras los más callados pasan más desapercibidos. De acuerdo a los rótulos que de forma consciente o inconsciente solemos colocar sobre los seres humanos, la tendencia indicará que los que más «valen» son los que más hablan. Sin embargo, así como ser de pocas palabras no es sinónimo de inferioridad, ser un parlanchín tampoco es sinónimo de superioridad. Por el contrario, cuando se habla demasiado, se corre el riesgo de «pasarse de rosca», cosa que, en reiteradas oportunidades implica hablar mal (despectivamente, en tono de burla, etc) de un semejante. Y esto último, es algo que enormes problemas nos ha causado. El chisme, la agresión, el insulto, la descalificación, son elementos que hoy casi se ven con naturalidad, pero si uno observa con atención, podrá comprobar que han causado desastres en individuos, familias, sociedades y -llevados hasta los gobernantes de las naciones- incluso en el planeta entero.
Por no saber (o no querer) refrenar la lengua, a lo largo de la historia de la humanidad, la gente ha sido capaz de provocar discusiones, peleas, enfrentamientos, guerras… Claro, también es cierto que la boca no posee independencia, sino que es impulsada a partir de las órdenes recibidas desde otros órganos vitales. Y cuando en la mente y el corazón de las personas la maldad prevalece, no es extraño que salga al exterior en forma de palabras que dañan cuando dan en el blanco.
Un sustento bíblico:
Mis queridos hermanos, tengan presente esto: Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse. Santiago 1:19.