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El bajón anímico que Pablo arrastró desde que habían comenzado los problemas con su ex novia, repercutió también en lo físico más allá de que en el aspecto mental su decaimiento resultaba notorio. Desde luego, ambos estaban estrechamente conectados. En lo que respecta al primer factor, el estado de nerviosimo e incertidumbre que atravesó por algún tiempo, lo condujo a una falta de apetito que por lógica consecuencia, lo hizo bajar de peso. En su búsqueda de la recuperación, creyó conveniente visitar a un nutricionista. Además, se anotó en un gimnasio.

El médico le recetó unas pastillas que rápidamente surtieron efecto: a medida que aquellos días tumultuosos iban pasando, Pablo recobraba el hambre ayudado por los comprimidos recomendados por el nutricionista. Pero no era un hambre “normal”, sino que había ingresado en una etapa donde las ganas de comer se presentaban en forma casi permanente. Contento por el resultado, Pablo se dejó llevar por el cambio. Pocas semanas después, tuvo lugar una anécdota graciosa: alcanzado en horas de trabajo por un nuevo ataque de apetito, Pablo aprovechó un momento libre para comprar un alfajor de maicena. Estaba terminando de comerlo cuando se encontró con un conocido que luego de saludarlo, le dijo: “Estás gordo”. Esta frase lo tomó de sorpresa. Si bien era consciente de que su cambio físico estaba en marcha, no se había dado cuenta de que en tan escasos días, su barriga había crecido lo suficiente como para llamar la atención de alguien al que no veía por aproximadamente un par de meses. El breve diálogo lo reconfortó aunque también interpretó que tenía que tener cuidado, procurando no pasarse de la raya en las comidas para no caer en el extremo opuesto del que deseaba salir.

Muchos años después, escribió: “Qué mejor que hacerlo en paz”.

Hay etapas de la vida en la que se nos da por rebelarnos. Esto puede ocurrir durante nuestra adolescencia, aunque también en diferentes momentos. Hacemos cosas que nuestros padres nos aconsejan que no hagamos y lo mismo sucede con órdenes que nos da el profesor en la escuela o el jefe en el trabajo. Le encontramos un sabor especial a desobedecer una recomendación (más todavía, si no somos descubiertos), como si nos sintiéramos más importantes o nos eleváramos de nivel. Nos vemos poderosos. Pensamos que violar una ley implica que nuestros amigos nos van a mirar con más respeto. Que ser trasgresores nos pone del lado de los vivos, y que los que acatan las leyes son tontos. Creemos que nosotros somos los que tenemos la razón, y quienes nos dicen lo que tenemos que hacer no saben, no entienden, están viejos o pasados de moda.

No tenemos la humildad para reconocer que quienes impartieron las reglas –en casa, en el colegio, etc-, más allá de que pueden equivocarse, tienen más experiencia y lo hicieron para nuestro bienestar y el de las personas que nos rodean.

Así también ocurre en la relación entre el ser humano y su Creador. Hay gente que no quiere saber nada con Dios, porque esto significaría que a la par de creer en Él, debemos aceptar las reglas que el Señor nos da para que vivamos mejor. Es que una cosa, viene acompañada de la otra, pues Dios y Su justicia no pueden separarse. Y como en función de nuestra naturaleza rebelde, nos enfrentamos a leyes que no son cómodas ni simpáticas de cumplir, muchos eligen ignorarlo, afirmando que es autoritario, que no nos ama o que no existe. Entonces, siguen su vida lejos de Dios y de Sus instrucciones.

Aquí, los que dictan las normas pueden equivocarse, pero la justicia y la sabiduría del Eterno son perfectas. Si disgustados con nuestros padres nos vamos de casa, quizás nunca volvamos y nada pasará. En cambio, algún día, estaremos ante Dios. Y qué mejor que hacerlo llenos de la paz de haber caminado junto a Él en nuestra vida terrenal.

Un sustento bíblico:

Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado. Isaías 26:3.

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