PORTEÑOS PSICOANALIZADOS

Los días pasaban y el cierre del ciclo lectivo, iba acercándose. El ferviente anhelo de Pablo por terminar de una buena vez el colegio secundario, estaba por cumplirse. A excepción de una materia –química- no tuvo inconvenientes en relación a los requisitos para finalizar con el programa de estudios. La asignatura que más le costaba, se la llevó a diciembre y debió recuperarla con un examen en ese mes, pero logró rendirla satisfactoriamente antes de las vacaciones. Cuando la profesora le comunicó que había aprobado, la alegría lo invadió: esta etapa de su vida que tanto sufrimiento le había demandado, finalmente era historia. Ansiaba no tener que ver más a sus compañeros, especialmente al Francés…
Pero todavía faltaba un escollo: una ceremonia de graduación en el patio del establecimiento, a la que para colmo estaban invitados los familiares. Pablo no quería saber más nada con el colegio. De haber podido, no hubiera asistido. Pero claro, no había posibilidades de eludir esta obligación. Tenía, eso sí, el consuelo de que ya era lo último. El acto sería breve y sencillo. No demoraría, tal vez, más que un par de horas. Se realizó una noche, en la que lógicamente, Pablo estaba nervioso. La presencia de su familia implicaba un ingrediente que también lo hacía sentir muy incómodo. Lo perturbaba la idea de que algún episodio desagradable, ligado al bullying, ocurriera delante de sus seres queridos.
Pero la ceremonia pasó, sin que sus temores se reflejaran en hechos concretos. En los instantes finales de la reunión, Pablo supo que parte del curso saldría a bailar esa misma noche. A pesar de haber sido invitado, apenas culminó el acto, y cuando mucha gente todavía permanecía en el patio, él salió con su grupo familiar a la calle, y sin haber saludado a ninguno de los chicos, se alejó del edificio.
A la semana siguiente, una mañana, debió retornar, aunque sólo para cumplimentar cierto trámite administrativo que no duró más que unos minutos. Allí volvió a toparse con el Francés, quien con su habitual tono burlón le preguntó por qué no había participado de la mencionada salida nocturna: “¿Papi no te dejó?”.
Pablo simplemente esbozó una sonrisa de compromiso para, segundos más tarde, traspasar la puerta de acceso y perderse por las calles. Con gran regocijo interior, ahora sí, pensaba en que no tendría que pisar más esa escuela ni volver a verle la cara al Francés.

Muchos años después, escribió: “Causa de grandes tragedias”.

Entre las actividades más tentadoras, una de las más comunes, es la de hablar mal de amigos o conocidos que están ausentes. Mediante burlas, críticas destructivas y comentarios fuera de lugar, la gente la pasa bien a costa de otra gente que, como no está allí, es incapaz de defenderse. Tal vez, justamente, eso es lo que hace al “chusmerío” tan atractivo, y por eso tiene tanto éxito. En cambio, es muy incómodo y mucho menos divertido, decirles a las personas lo que no nos agrada de ellas, cuando tenemos la posibilidad de hacerlo cara a cara. ¿Nos gustaría que no estando presentes, se hable despectivamente de nosotros? Entonces, ¿por qué se lo hacemos a los demás?
Lo ideal sería que si apreciamos a alguien, si deseamos que modifique una conducta, decirle de buen modo nuestro punto de vista. Y en caso de no tener ningún interés o considerar que no es posible conversarlo en persona, al menos tratar de no involucrarla en comentarios ofensivos.
Nuestra enloquecida sociedad evitaría grandes problemas si hiciéramos un esfuerzo por aplicar este principio básico: no hacer lo que no queremos que hagan con nosotros. En cambio, las consecuencias del chisme o la murmuración, aunque no lo parezca, pueden llegar a ser muy graves, generando, incluso, terribles tragedias en distintos niveles sociales.

Un sustento bíblico:
Eviten toda conversación obscena. Por el contrario, que sus palabras contribuyan a la necesaria edificación y sean de bendición para quienes escuchan. (Efesios 4:29).

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