PORTEÑOS PSICOANALIZADOS

Una mañana, el Francés estaba realmente pesado en el colegio. Agresivo y con ánimo de pocos amigos, molestó a Pablo nuevamente. Hasta que éste se animó a dejar de lado su sumisión y lo invitó a pelear a la salida. Sabía que era algo así como un último recurso. Le escapaba a una contienda de ese tipo, pero sentía que había que hacer algo para ponerle un tope a la situación. El Francés aceptó gustoso. Las fuerzas eran muy desparejas, pero más allá del resultado de la pelea, lo que Pablo buscaba era ganar un respeto por su actitud, y así conseguir que su compañero lo dejara tranquilo.

A la vuelta del colegio había un descampado, un lugar escaso en gente, en el que convinieron que sería el enfrentamiento. Caminaron hacia el sitio. Pablo estaba nervioso, pero decidido. Ya no había vuelta atrás. Se pararon frente a frente, se pusieron en guardia. Pablo tomó la iniciativa. Procuró apuntarle a la cara a su contricante y tiró algunos golpes aparatosos, a mano abierta. Apenas alcanzó a rozar al Francés, quien no tuvo dificultades en defenderse correctamente y contraatacar. Hubiera podido lastimar seriamente a Pablo, pero no lo hizo, sino que se conformó con agarrar su carpeta y revolearla por el aire. Los ganchos se abrieron y las hojas se desparramaron por el suelo polvoriento. No tenía más sentido seguir luchando. A sólo unos segundos de su comienzo, quedaba claro quien había sido el ganador del extraño combate. Mientras su oponente se sentó a fumar un cigarrillo, Pablo procedió a desarrollar la humillante tarea de levantar, una por una, las hojas de su carpeta.

Muchos años después, escribió: “Tratar de que no nos gane el silencio”.

Lucas, un muchacho de unos 17 años, dialogaba con un compañero de clase, que le preguntó: «Para vos, ¿Dios existe?» Lucas creía en Dios desde que era pequeño, pero en ese momento no supo que contestar. «No sé», dijo, y trató de que no se hablara más del tema.

Si el muchacho no contestó afirmativamente, era porque sentía temor de que su compañero se riera o no estuviera de acuerdo con él. Es que en los lugares que frecuentaba Lucas -con excepcion de su familia- se hablaba poco o nada del Creador. Tampoco eso sucedía en los libros que leía ni en la series de televisión que miraba. Entonces, él no quería exponer su pensamiento. Estaba inseguro por culpa de ese tan inoportuno «qué dirán los demás de mí…»

Esta escena que es imaginaria, bien podría ser muy real, y darse en escuelas o en muchísimos de los ámbitos por los que circulamos.

El Apóstol Pablo, expresó en una de sus cartas: «Porque no me avergüenzo del evangelio…» (Romanos 1:16). Él creía y lo proclamaba con orgullo.

Y desde luego, mucha gente lo declara, aunque  también es cierto que no es tan común hacerlo hoy en día en una sociedad como la nuestra, donde la Palabra de Dios por lo general es ignorada. Probablemente, más de uno lleve su condición de creyente en silencio.

Al Señor, que escucha y ve cada paso que damos, si bien conoce nuestras debilidades y nos perdona si nos arrepentimos, no le agrada que lo neguemos. ¿A qué padre le gustaría que un hijo haga eso con él? Por eso, antes de intentar complacer a un compañero de clase -o cualquier otra persona-, pensemos si con alguno de nuestros dichos o actos, no estamos ofendiendo al Dios que nos ama, el que nos ha dado la vida, y el que además dio la vida por nosotros.

Un sustento bíblico:

(Dijo Yeshúa -Jesús-): Ustedes son la sal de la tierra. Pero, si la sal se vuelve insípida, ¿cómo recobrará su sabor? Ya no sirve para nada, sino para que la gente la deseche y la pisotee. Mateo 5:13.

Leave a Reply