PORTEÑOS DE VACACIONES

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CARTA A JAVIER

En Retiro subimos al transporte que de acuerdo a lo puntualizado en el pasaje, nos depositaría en Miramar seis horas después. Una vez acomodado en la planta superior del micro, y cuando muy pocos kilómetros éste había realizado desde su partida en la terminal, mi mente volvió a remontarse atrás en el tiempo. No me resultó difícil llegar a la conclusión de que había visitado por primera vez esa ciudad balnearia, treinta años atrás, en enero de 1990.

Me sentí a gusto con el recuerdo, y de igual manera, impactado al darme cuenta de la cifra redonda, y de que tanta agua había corrido bajo el puente. ¡Qué distintas eran las circunstancias! Ayer, como un adolescente con toda la vida por delante, embarcado en la aventura de pasar unos días en la casa de mi amigo Javier, a donde fui amablemente invitado por él y su familia. Hoy, en plan de vacaciones junto a mi propia familia. Y en el medio, tantas experiencias vividas.

Durante el viaje recordé aquellos días de enero en la costa. Las imágenes, como quizás nunca antes, dieron vuelta por mi cabeza, sentado en el asiento del micro. ¿Qué será de la vida de Javier? Después de su invitación de 1990, sólo lo habré visto en un puñado de ocasiones. La vida nos fue separando demasiado pronto, cuando ninguno de los dos, seguramente, lo imaginaba. Reconozco que tuve gran parte de la responsabilidad. Admito que no me porté bien con vos Javier. Cuando uno es chico no razona como debe hacerlo. No se da cuenta. No mide. No entiende. No sabe. Pero no creas que estoy tratando de excusarme. Ya no recuerdo todos los detalles, las imágenes se me amontonan, formando un combo de acontecimientos desordenados cronológicamente. Es que pasaron nada menos que treinta años… Sin embargo, esos recuerdos me alcanzan para comprender que no fui el buen amigo que debería haber sido.

Después, el transcurso de los años, de las décadas, hizo su trabajo, moldeando vivencias, sentimientos, arrepentimientos… Mientas viajaba a Miramar en este verano me di cuenta de que nunca te había pedido disculpas, y que, más allá de que no sabía cuál sería tu reacción, necesitaba, tenía ganas, de hacerlo. Me propuse ir a tu casa de la Avenida 9 ni bien tuviera la oportunidad. Y hacia allí me dirigí un mediodía, claro, sin ninguna certeza de encontrarte. A lo mejor, no estabas allí, o esa casa ni siquiera pertenecía ya a tu familia. Pero, ¿y si por el contrario sí estabas ahí adentro? ¿O parado en la puerta? ¿Y si te veía merodeando en el césped de la entrada, como hace treinta años? ¿Y si me topaba con alguien que no conocía y le preguntaba por vos? ¿Y si después de verte nos poníamos al día tomando un café?

Esos interrogantes me impulsaron a caminar por la Avenida 9, comenzando por la zona costera, en busca de la acogedora vivienda de puerta blanca. No recordaba muy bien la ubicación, pero no me costó hallarla. Sí, era ésa. Al lado, ya no estaba el local bailable con la fachada pintada de negro. En su lugar, había un teatro.

¿La casa? Toda cerrada. Las persianas, totalmente bajas, ofreciendo la convicción de que no había ocupantes en este momento de la temporada. Ese mismo día, volví a pasar, cerca del atardecer, con la ilusión de ver algún cambio. Lamentablemente, todo seguía igual.

Hasta el momento de escribir éstas líneas, no volví por allí. Aunque, ¿quién dice que tiene que ser en Miramar? Por las añoranzas generadas, un reencuentro en esta localidad balnearia sería especial. Pero más adelante, en Buenos Aires, perfectamente podría darse. Sería cuestión de apartar un rato los quehaceres habituales, de no permitir que la rutina reanude su fuerza erosionadora de sentimientos. Sí, al menos de mi parte, podría darse. Ojalá también de parte tuya, Javier.

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