MEMORIAS DE UN PORTEÑO DEL CAMPO

Avigdor

El tren fue aminorando la marcha… A medida que se acercaba a la gran Ciudad, mi memoria reproducía las últimas imágenes de la despedida en mi pueblo. De pronto, mi atención saltaba a la inmensidad de una Buenos Aires que, entre asombrado y maravillado, comenzaba a descubrir.

A mis 14 años, estaba a punto de pisar el suelo porteño por tercera vez. Pero de las dos primeras, apenas si tenías un vago recuerdo. Fueron muy cortas y yo era mucho más chico.

En general, apenas si había salido de la Colonia Avigdor para ir con mi familia a alguna población cercana. Más allá de aquellas dos breves escapadas a Buenos Aires, todo –infancia y primeros años de la adolescencia-, había transcurrido para mí dentro de Entre Ríos, la provincia en la que nací el 6 de octubre de 1940.

Los vagones finalmente se detuvieron en el andén de la estación Retiro. Sentado en mi butaca, la inercia me llevó hacia adelante. Habíamos llegado. Mis tíos, Enrique y Ruth, viajaban conmigo. Sujeté con fuerza mi valija y me dispuse a bajar, todavía incrédulo ante el panorama que se abría ante mis ojos.

Tuve una hermosa niñez en Colonia Avigdor, una población de judíos-alemanes que llegaron al país escapando de la Segunda Guerra Mundial. La Alemania nazi persiguió y mató a millones de judíos. Otros, consiguieron huir hacia diversos rincones del planeta. Entre ellos, estaban mis padres, Heriberto y Gertrudis, que habiendo venido en distintos contingentes, se conocieron en la Colonia. Producto de la unión nacimos –en este orden- Inés, yo y Juan, con una diferencia de edad de un año, entre cada uno de nosotros.

Qué contraste el de Buenos Aires con respecto al lugar donde nací… Los edificios, los automóviles, la gente, el bullicio… Los colores. Todo me conmovió. Y eso que ni siquiera había bajado del tren. En cambio, en mi pueblo el verde del campo ejercía una supremacía feroz, el silencio era penetrante si se acallaban las escasas voces rurales y el caballo o las carretas, eran el único medio de transporte.

Un puñado de casas, muy distantes entre sí, y un minúsculo centro, componían una geografía que, con mucho viento a favor, tal vez llegaría a los mil habitantes. Nuestro hogar era vecino al de mis tíos, Walter y Eduviges, y mis primos, Ricardo, Roberto y Mariana. Estaba enfrente de nuestro rancho. Pero sin contar esto, a lo mejor habría un kilómetro de distancia hasta la vivienda más próxima.

Tenía más tíos y primos: Enrique y su esposa Ruth (los que vinieron conmigo en el tren a Buenos Aires), y sus hijos, Eduardo y Esther. Todos, pertenecientes a la rama paterna, ya que mi papá era hermano de Walter y Enrique. Y además, estaban sus padres, o sea, mis abuelos, Oscar y Matilde.

Por el lado de mi madre, también el entorno familiar más cercano había venido de Alemania: mis abuelos, José y Clara, mi tío Rudy y su esposa Helga, y mi primo, Claudio, que tuvo dos hermanos más, Alfredo y Mónica, aunque más adelante, ya en Buenos Aires.

De la historia del pueblo, fui enterándome más de grande. La Colonia nació a partir de una iniciativa del Barón Hirsh, un inglés que lideró la Jewish Colonization Association. La nuestra era, cronológicamente, la última de una serie de poblaciones que la Asociación del Barón fundó en las provincias de Entre Ríos y Santa Fe.

Mis padres, al igual que tantos compatriotas, se vieron en la imperiosa necesidad de modificar radicalmente sus modos de vida. Ellos, que desconocían lo que era dedicarse a las tareas rurales, en su nuevo destino no tuvieron otra alternativa: era aprender o aprender.

El tren estaba parado en la plataforma. Los pasajeros empezaron a bajar. A paso lento e inseguro, yo los imité.

Continuará…

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