
Buenos Aires y sus contrastes. En una anterior recorrida por sus barrios, analizábamos la realidad de Colonia Obrera: una más que humilde zona del sur de la Capital, enclavada en el corazón de Nueva Pompeya y caracterizada por el deterioro que le dio el paso del tiempo.
Cuesta creer que este otro mini-barrio denominado La Isla, sea parte del mismo suelo porteño. Está en el punto opuesto, es cierto, pero sigue siendo Buenos Aires, y allí, en la señorial Recoleta, parece dormir la siesta cobijado por el barrio oficial dentro del cual se encuentra.

En La Isla se respira una tranquilidad pasmosa. Apenas pasan autos particulares por sus calles. Desde luego, los colectivos ni se asoman. Las avenidas que ofician como límite sí, están atravesadas por un tránsito incesante. Pero a La Isla, ni de Las Heras ni de Libertador llegan los ruidos de una ciudad que no descansa.
Sus calles angostas se podrían memorizar sin problemas: Galileo, Copérnico. Newton, Francisco de Vittoria, Gelly y Obes, Guido, Agote y la insólita Arjonilla, una callejuela peatonal de menos de cien metros de largo, donde no hay veredas ni casas, y que termina en una majestuosa escalera con bajada hacia Agüero y los jardines de la Biblioteca Nacional. No es la única escalera de ese estilo: el final de Guido, en su intersección con Agote, también es así. Al igual que la esquina “notable” que forman Copérnico y Galileo.

En el medio del barrio, hay una plazoleta enrejada cuyo nombre es Gelly y Obes (incluye busto del mencionado general) en la que confluyen precisamente Gelly y Obes, Guido, Newton y Galileo. Algunos metros más al norte, se erige el monumento a Bartolomé Mitre, situado en la plaza del mismo nombre. Desde ese sitio privilegiado, por estar a considerable altura, se logra apreciar buena parte de lo que ocurre hacia el lado del Río de la Plata. Y si uno cuenta con algunos minutos extra para acomodarse en el césped de las barrancas y contemplar desde allí el panorama, mejor todavía…
Ya fuera del barrio, pero muy cerca, hay otra calle atípica, República del Líbano, que nace en el monumento a Mitre (del lado opuesto a Arjonilla) y bajando la barranca, hace una cerrada curva hasta finalizar en Libertador. Tampoco tiene veredas ni propiedades.
Hay otro espacio verde: la Plaza Luis Federico Leloir. Ubicada detrás de un edificio con entrada por Gelly y Obes, en su verde intenso se distribuyen bancos a menudo ocupados por lectores que buscan el silencio reinante en toda la zona. Y si hablamos de calles que terminan de modo poco convencional, La Isla también las tiene, pues el final de Newton, llega cuando se interpone uno de los muros de la Embajada Británica. Esta propiedad es la más antigua del barrio. Antes de convertirse en lo que es hoy, perteneció a la artistocrática familia Madero-Unzué.
ALTA SOCIEDAD
Los que conocen de mercados inmobiliarios, aseguran que el valor del metro cuadrado promedio en La Isla, ronda los seis mil dólares. Desde luego, está entre los más caros de la Ciudad. En su gran mayoría, son edificios de departamentos los que componen el barrio. Pero no siempre fue así. En principio,

la familia del potentado estadounidense Samuel Hale era la dueña exclusiva de todo el predio, que a comienzos de siglo XX fue adquirido por la firma bancaria Barning Brothers con la anuencia del intendente Casares y el objetivo de ser urbanizada y loteada. Se construyeron entonces, enormes mansiones destinadas a la alta alcurnia.
A partir de los años Cuarenta, estos caserones se demolieron siendo suplantados paulatinamente, por los lujosos edificios que terminaron de levantarse en la década del Ochenta. Lo que no varió, fue la clase alta de sus habitantes.

UN RINCÓN DE PARÍS
El diseño del barrio, así como su trazado, no es común. Cuando Casares pensó en urbanizarlo para aprovechar su altura como mirador al río, contrató al arquitecto francés Joseph Bouvard, que tenía el pomposo antecedente de haber sido director de Paseos de París. De ahí, que los especialistas ven a La Isla como un rincón porteño de alto corte parisino.
En 1927, el emplazamiento del monumento a Mitre, hecho por los artistas italianos Rubino y Calandra, fue algo así como la frutilla del postre, el último aporte para completar el profundo espíritu señorial del barrio.