HISTORIAS MÍNIMAS… Y PORTEÑAS

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Nadie conseguía detener a Fabricio. Ni siquiera su madre. Estaba descontrolado. No tendría más de 11 o 12 años, pero su fuerza duplicaba o triplicaba la de un chico de esas edad.  La gente que pasaba por la calle se detenía a observar. En la esquina de Federico Lacroze y Conesa –barrio de Colegiales- se vivía un revuelo infrecuente aquel frío mediodía de octubre. Fabricio era autista. Y había sufrido uno de sus brotes psicóticos justo al pasar por una heladería.  Algo pretendía de ese negocio. No era un helado ni -aparentemente- nada que se hallara en el local. Él ansiaba algo que sólo su mente sabía qué era. Cómo no había modo de satisfacerlo, sobrevino su crisis nerviosa. Eso era lo que explicaban quienes estaban en el lugar desde el comienzo de los acontecimientos.
Fabri llevaba allí más de una hora. Se revolcaba furiosamente  en el piso, a riesgo de lastimarse contra el cemento. Su mamá, que no lograba dominarlo, al menos procuraba protegerlo para que no se golpeara la cabeza.  Lo mismo hacían los ocasionales transeúntes que se detenían a colaborar con la desbordada mujer.  Otros, la mayoría, sólo curioseaban. “Por favor, váyanse, lo peor que pueden hacer es quedarse mirando”,  pedía una chica que entendía del tema. “Ustedes no saben lo difícil que es esto para una madre”, argumentaba, cargada de una desesperación que calaba hondo en quienes eran  protagonistas y testigos de las angustiantes escenas.
Llegó una camioneta municipal y casi al mismo tiempo, la policía. Primero, un uniformado de a pie. Luego, un patrullero. Trataron de darle a Fabri una pastilla que tenía su mamá –un tranquilzante, probablemente- pero no hubo manera de que la tragara. Probaron con un poco de helado que acercaron desde adentro del local, pero luego de tomar un poco, siguió revolcándose sin control. Todos, inclusive los agentes, quisieron hacer que se serenera, que sintiera cómodo… Le hablaban dulcemente.  Pero era inútil. Los forcejeos se prolongaron hasta que mermó paulatinamente su resistencia y junto a su madre, lo introdujeron en el móvil policial con el objetivo de llevarlo hasta la casa, distante un par de cuadras del sitio.
El patrullero partió, la gente se dispersó. Del otro del vidrio, en el interior de aquel bar-heladería, permaneció inmutable la figura de una dama que parecía totalmente ajena a los hechos. Y que sin perturbarse jamás por el escándalo, continuó disfrutando de su almuerzo.

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