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La problemática emanada del exaltado tránsito urbano depara múltiples razones para que a los ciclistas les resulte difícil viajar tranquilos. Pero si son los propios ciclistas los que se suman a la ola de imprudencia sobre la que suelen montarse tantos automovilistas, colectiveros, motociclistas, etc… las cosas se complican todavía más.

En lo personal, existió un lapso en el cual me subí a esa ola. Cuando recién comenzaba a utilizar mi rodado laboralmente, en una época de juventud rebosante, mi circulación por las calles de Buenos Aires no se correspondida con la extrema cautela. Si bien no cometía locuras, tampoco era un ejemplo de conducción. Así, pasaba semáforos en rojo, andaba a contramano y por la vereda, y en el afán de llegar más rápido, intentaba sacar ventajas en todas las circunstancias que me era posible.Para un ciclista, la posibilidad de ser embestido por un vehículo de mayor porte siempre está latente, máxime, si se niega a respetar las normas de tránsito y, directa o indirectamente, colabora con su esa posibilidad.

Hasta que un día a mí también me ocurrió. No fue un choque de consecuencias graves y nadie sufrió ni siquiera un rasguño. Pero por culpa de mi inmadurez, el golpe en la bicicleta me lo llevé, y mis buenos pesos me salió su reparación.

El incidente tuvo lugar en la esquina porteña compuesta por la Avenida Jorge Newbery y la calle Zapiola, que en aquel entonces –entiendo que en la segunda mitad de la década de 2000- carecía de semáforos, aunque más adelante sí fueron colocados por el gobierno de turno. Me dirigía yo por esta última arteria, en dirección Colegiales-Palermo. Era una intersección riesgosa, que, no por nada, recibió luego el semáforo que en parte corregiría la situación. Al llegar al cruce, miré hacia la derecha y vi que se aproximaba un taxi. Calculé en una milésima de segundo si me convenía pasar o no, resolví en forma afirmativa y me lancé a cruzar Jorge Newbery, que lleva el rótulo de avenida pero a esa altura es una calle de mano única, eso sí, bastante rápida.

A pesar de haber estado al límite, hubiera logrado cruzar sin mayores dificultades. Pero no contaba con la impericia, la distracción o vaya uno a saber qué es lo que pasó por la mente del taxista, que en lugar de frenar o aminorar la marcha para que yo siguiera mi rumbo normalmente, quiso atravesar Zapiola como si la bici no hubiera existido. Ya había yo conseguido superar la bocacalle en un alto porcentaje, cuando un inesperado golpe a mis espaldas me hizo estremecer. Por un breve instante no comprendí lo que había sucedido, pero enseguida me di cuenta de que el auto me había tocado la rueda trasera. El impacto fue leve y no llegó a derribarme. No obstante, perdí el equilibrio y me detuve inmediatamente. Ni el chofer del taxi –que también se detuvo- ni yo veníamos a alta velocidad. Confundido, me acerqué a la ventanilla y entablé un breve diálogo con el taximetrero. Los dos preguntamos algo así como “¿estás bien?”. Ante la respuesta afirmativa, cada uno prosiguió su camino. Mejor dicho, sólo él pudo hacerlo. Cuando yo intenté imitarlo, caí en la cuenta de que la rueda de atrás de mi bicicleta había quedado tan doblada que no logré recorrer ni un solo metro.

Me invadió una mezcla de sensaciones: malhumor por tener que pagar un arreglo que seguramente sería costoso, bronca por la supuesta torpeza del taxista… Y no sé si tomé consciencia en ese instante, aunque un tiempo después, sí pude entender el mal momento que me hubiera ahorrado de haber tenido un poco más de moderación a la hora de manejar mi bici por las calles porteñas.

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